El éxodo de las grandes empresas de Rusia supone una retirada sobre una base moral del que alguna vez fue el mayor y más prometedor mercado emergente del mundo. Sin embargo, hace mucho tiempo que Rusia cedió esa corona a China, un país con 10 veces más consumidores y (a partir de 2020) más producto interno bruto (PIB) per cápita.
Un dato ilustra esta transición es el aprendizaje de idiomas. El Foreign Service Institute clasifica el mandarín como una de las cinco lenguas “excepcionalmente difíciles” que incluso requieren 88 semanas de estudio. El ruso está un nivel por debajo, pero ambos son en extremo difíciles de dominar para los angloparlantes. El mandarín, la lengua oficial de China, es tonal y, por tanto, demasiado fácil de pronunciar mal. Los caracteres escritos son difíciles de memorizar. La gramática rusa es tan complicada como el latín, con tres géneros y seis formas. Saber qué reglas se pueden romper es un arte tan grande como aprenderlas.
Eso no desalentó a los estudiantes que acudieron en masa a aprenderla en la década de 1970. En el año académico 1969-1970 se otorgaron en Estados Unidos casi mil títulos, entre ellos 768 licenciaturas. Tal vez la Guerra Fría terminó mientras ellos eran niños, pero la kremlinología seguía fascinando. La desaparición de la Unión Soviética y la llegada de la glasnost (una reforma política que se aplicó en URSS para dar libertad a sus ciudadanos sobre asuntos políticos) —y de McDonald’s— inspiraron a una nueva generación de estudiantes a principios de la década de 1990. Pero con el cambio de milenio, el número de estudiantes se redujo a la mitad, mientras que el interés por el chino empezó a aumentar.
Los estudiantes más informales siguen un camino similar. El año pasado, el chino superó al ruso en la aplicación de idiomas Duolingo, donde ahora es el octavo idioma más popular.
En Reino Unido la historia es parecida, pero con un matiz. Desde 2007 se han otorgado cerca de dos títulos de chino por cada uno de ruso; durante varios años la proporción fue de 3 a 1. El ruso se quedó tan rezagado que ya fue superado por el coreano. El chino, por su parte, superó al italiano, la lengua del arte, el amor y la comida, y un país que está a apenas dos horas de vuelo.
Como en el caso de los idiomas, hay matices. Los polémicos Confucius Institutes de China, una palanca de poder blando, promueven el estudio; las universidades británicas adscritas a estos organismos cuentan con casi el doble de estudiantes en promedio que las que no lo están, de acuerdo con la Asociación Británica de Estudios Chinos.
Las cifras universitarias más recientes muestran que el interés por el idioma chino, como el ruso antes, está disminuyendo. Hay otros factores en juego. Los británicos, estereotipados hasta el final, aprenden menos idiomas de cualquier tipo. Pero también es un presagio de un cambio más amplio en la política y los negocios a medida que China se vuelve más autocrática y menos acogedora para los extranjeros. Las empresas, como en Rusia, cada vez tienen que tomar más decisiones con base en la ética. Rechazar a los chinos puede ser, después de todo, una apuesta acertada.
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