Una elección es el acontecimiento político más importante dentro de una democracia. Una elección libre y justa genera un gobierno aceptado como legítimo por el electorado. Permite a los votantes deshacerse de un gobierno que perdió su confianza, sin violencia, asegurando de esta manera la bendición de una sociedad pacífica y ordenada. Todos estos son enormes beneficios de la democracia.
En todos estos aspectos, las elecciones generales británicas están logrando lo que debemos desear. Después de ver a Donald Trump intentar revertir los resultados de las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos, no debemos dar por sentado esas bendiciones, pero unas elecciones democráticas deben ofrecer mucho más que eso, en especial para un país que se encuentra en la difícil situación actual de Reino Unido: deben iniciar un debate sobre las opciones que enfrenta el país. La democracia debe ofrecer más que ejercicios cínicos de relaciones públicas. Según estos estándares, esta elección es un fracaso.
La dificultad es clara: seguir como siempre no va a funcionar. Reino Unido enfrenta desafíos fundamentales. ¿Cómo puede reavivar el crecimiento? ¿Cómo va a manejar las presiones fiscales de una sociedad que envejece y cuyos servicios públicos ya están bajo presión? ¿Cómo va a aumentar la inversión pública y privada y cómo generar los ahorros necesarios para financiarla? ¿Cómo lograr la transición verde? ¿Cómo financiar un mayor gasto en defensa? ¿Qué tipo de sistema tributario se necesita para financiar el gasto público de manera justa y eficiente? Si las cosas fueran bien, no necesitaríamos abordar esas cuestiones. Pero no van bien. Entonces tenemos que hacerlo.
La última evaluación del Fondo Monetario Internacional (FMI) destaca dos hechos simples y deprimentes. En primer lugar, señala, “la caída en el crecimiento de la productividad laboral, el motor clave de los niveles de vida —de alrededor de 2 por ciento (antes de la crisis financiera global) a alrededor de 0.5 por ciento después— ha sido notablemente mayor que en otras economías avanzadas”. Dicho sin rodeos, la economía de Reino Unido prácticamente se volvió de “ex-crecimiento”.
En segundo lugar, los pronósticos fiscales en los que se enfocan las elecciones son una fantasía o, como se dice en el lenguaje del FMI: “A falta de un impulso importante del crecimiento potencial, estabilizar la deuda en el mediano plazo implicará algunas decisiones difíciles”. Sí: será necesaria alguna combinación de impuestos más altos, cargos a los usuarios y recortes en el gasto planeado para estabilizar la deuda pública en el mediano plazo. ¿Cómo afrontar estos desafíos, económicos y políticos? ¿Qué puede pasarle al país si el próximo gobierno tampoco los aborda?
El Partido Laborista es el gran favorito para ganar el poder en las elecciones. Así pues, si las encuestas son correctas, pronto tendrá que abordar estas cuestiones. Será bueno que un gobierno laborista pusiera remedio a esas deficiencias. Su manifiesto tampoco es un documento terrible. Tiene razón, por ejemplo, en insistir en la necesidad de estabilidad y de reforma de la planeación. Los conservadores fracasaron en lo segundo y se burlaron de lo primero. Sin embargo, tampoco será suficiente. Para entender por qué, basta leer la excelente “respuesta inicial” del Instituto de Estudios Fiscales al manifiesto laborista. Llega a la conclusión de que, a pesar de reconocer tanto el terrible estado de los servicios públicos como la restricción fiscal, el Partido Laborista no tiene planes creíbles para hacer frente a ninguno de los dos.
Vale la pena citar esta demoledora sentencia: “Los aumentos del gasto en los servicios públicos prometidos en la tabla de ‘costos’ son minúsculos y triviales. Los aumentos de impuestos, más allá de la inevitable reducción de la evasión fiscal, son aún más triviales. El mayor compromiso, el tan cacareado ‘plan de prosperidad verde’, no supera los 5 mil millones de libras al año, financiados en parte mediante préstamos y un impuesto a las ganancias extraordinarias para los gigantes de gas y petróleo”.
“Más allá de eso, casi nada en formas de promesas definitivas sobre el gasto a pesar de que el Partido Laborista diagnostica problemas profundamente arraigados en la pobreza infantil, la falta de vivienda, el financiamiento de la educación superior, la atención social de los adultos, las finanzas de los gobiernos locales, las pensiones y mucho más. Pero sí promesas concretas aunque de no hacer cosas. No aumentar la deuda al final del pronóstico. No aumentar los impuestos a los trabajadores. No aumentar las tasas del impuesto sobre la renta, de la Seguridad Social, del IVA o del impuesto corporativo”.
Esta es la política de la evasión. Detrás de esto hay una teoría de la política democrática: nunca reconocer la verdad. Como forma de ganar elecciones, esto puede tener sentido. Pero, como enfoque de gobierno, es un claro peligro, ya que no prepara a nadie para lo que se tiene que hacer. Como forma de tratar la democracia misma es aún peor. Tratar a los votantes como niños solo puede garantizar un cinismo cada vez mayor sobre nuestra política. Si no podemos admitir ante los votantes las duras realidades que enfrentamos, van a desconfiar cada vez más de los políticos y, por tanto, de nuestra propia democracia.