“Los Césares están de regreso, los grandes y los pequeños, en los países grandes y en los pequeños, en las naciones avanzadas y en las atrasadas. El mundo parece estar lleno de autoproclamados hombres fuertes que se pavonean, o esperan entre bastidores, o se lamen las heridas y planean un regreso después de su humillante caída”.
Como una imagen de nuestros tiempos, la primera frase de Ferdinand Mount en su libro Grandes y pequeños Césares es muy acertada. De Washington a Nueva Delhi, de Ankara a Brasilia, de Moscú a Budapest, el César real o el aspirante a César se pavonea en el escenario geopolítico. En el relato de Mount, el Londres de Boris Johnson también forma parte de esta deprimente historia.
Los Césares son también el tema del nuevo libro de Mary Beard, Emperador de Roma, pero se centra en los originales, los Césares de la antigüedad, y en la historia de la sociedad que nos trajo no sólo a Julio César, el primer “César”, sino también a su sobrino nieto Octavio, más tarde Augusto, que convirtió Roma de una república en un imperio. Sobre todo, describe cómo funcionaba realmente el despotismo que creó Augusto y en el que vivieron sus sucesores Césares.
Los dos libros son muy diferentes: El de Mount es docto, pero también periodístico; el de Beard está bellamente escrito, fruto de toda una vida de profundo aprendizaje académico. Pero, por muy diferentes que sean, ambos arrojan luz sobre la autocracia, un sistema de gobierno que las democracias de la actualidad creían haber dejado atrás para siempre, y cuya esencia queda al descubierto en el magistral análisis que Beard hace sobre el mundo de los primeros emperadores romanos, que más tarde renacerían como zares, kaisers y emperadores de la historia europea.
El punto principal de Mount es una advertencia: “Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para evitar a los aspirantes a César. Debemos estar atentos a los defectos de uno próximo: su egoísmo implacable, su falta de escrúpulos, su brutalidad irreflexiva, su ostentación cursi”. En su lugar, debemos confiar en las virtudes de la asamblea representativa, del complicado proceso legislativo y del estado de derecho. Por supuesto, tiene razón.
Al igual que La Galia, de César, el animado libro de Mount se divide en tres partes. La primera, sobre la idea de un César, hace escarnio de una extraña mezcla de tiranos reales y potenciales. Oliver Cromwell, los dos Napoleones, Hitler, Trump y Johnson hacen acto de presencia. Mount, un autor que en su día dirigió la unidad política de Margaret Thatcher en Downing Street, dice que su libro trata de “grandes y pequeños césares”. Pero, ¿realmente se parecen los psicópatas catastróficos, como Hitler, y los tramposos sin principios, como Johnson? Lo dudo bastante; sin embargo, tiene razón en un punto: los adoradores de héroes contribuyeron a hacerlos posibles.
La segunda sección examina cómo surgen estas personas. Mount coincide con el sociólogo Max Weber al argumentar que un ingrediente clave es el “carisma”. El carisma del líder justifica que rompa las reglas. Está por encima de las mezquinas restricciones que atan a los hombres más modestos. Mount describe todas las mentiras que acompañaron el ascenso al poder de un Napoleón, un César, un De Gaulle, un Hitler, un Trump y un Johnson. Sugiere que la aparición de ese tipo de figuras es una característica de la era moderna de las masas. El César es el gemelo malvado del gran líder democrático. Lo mismo ocurría en la democracia ateniense y en la república romana.
En la tercera parte, Mount examina cómo fracasan dichos Césares. Aquí es todavía más ecléctico, describiendo la conspiración de Catilina bajo la república romana, el complot de la pólvora en la Inglaterra del siglo XVII, la conspiración de Cato Street de principios del siglo XIX, el Putsch de Múnich (o Putsch de la Cervecería) de Adolfo Hitler en 1923, la emergencia de Indira Gandhi en India, la caída de Boris Johnson y el fallido golpe de Donald Trump en Estados Unidos en enero de 2021, cuando ocurrió el asalto al Capitolio.
La aversión de Mount a los estafadores, bravucones y arrastrados que han intentado y siguen intentando convertirse en déspotas está bellamente expresada. Describe a Johnson de forma memorable, como un “horror, un canalla, un canalla”; sin embargo, a pesar de todo el placer que proporciona el libro y la virtud de su causa, parece desequilibrado, casi un poco desquiciado. Sin duda, ni De Gaulle ni siquiera Johnson deberían aparecer junto a Hitler.
El libro de Beard es extraordinariamente informativo sobre lo que significaba ser emperador romano, y no tanto sobre cómo el imperio funcionó tan bien. Después de todo, tan solo en Occidente sobrevivió alrededor de 500 años. En ese periodo tuvo más de 70 emperadores, de los cuales, una proporción alta fueron asesinados; sin embargo, perduró.
La autora no explica por qué perduró, tal vez porque ignora en gran medida al ejército, su institución más importante. Lo que sí hace es explicar cómo vivía, trabajaba y se relacionaba el propio emperador con quienes le rodeaban, hasta la muerte de Alejandro Severo en el año 235 después de Cristo, tras la cual, argumenta, cambió lo que significaba ser emperador.
Al inicio, esta transformación se debió a la rotación considerablemente alta de emperadores, antes del ascenso al trono de Diocleciano a finales del siglo III, pero luego vino la creación de otra capital en Constantinopla, la conversión del imperio al cristianismo y la división definitiva del imperio en dos a finales del siglo IV.
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Beard expone el temario de su libro casi al principio. “En los capítulos a continuación”, escribe, “le daré seguimiento al emperador a través del intrigante mundo de la ficción y la realidad: desde la mesa imperial hasta las fronteras militares, desde los informes de sus médicos hasta su aparición en chistes, sátiras y sueños, desde su escritorio hasta sus últimas palabras”.
Y cumple su promesa, empezando por la “descripción del puesto” del emperador, los retos de la sucesión (que nunca se resolvieron), los placeres y peligros de la comida imperial, los palacios y el papel de los libertos y esclavos en la corte imperial. Las decisiones y la correspondencia, la asombrosa riqueza del emperador, el papel de los juegos de gladiadores y el Circo Máximo son otros tantos detalles.
Los lectores reciben descripciones exhaustivas de la naturaleza de los viajes imperiales, en especial los de Adriano, y de los intentos de expansión militar, temporales (como las conquistas de Trajano en Oriente) o probablemente inútiles (como la conquista de Britania por Claudio). Y no menos importante, esclarece la propaganda imperial, incluido el sistema para difundir estatuas idénticas (y muy idealizadas) de emperadores por todo el imperio —inventado por ese genio político, Augusto, como casi todo lo demás—, así como la práctica de declarar divinos a los emperadores muertos (los correctos).
Por el camino aprendemos cómo Augusto consiguió deshacerse de la república manteniendo sus formas institucionales, despojadas de la realidad. El imperio estaba dividido en las provincias que contenían ejércitos, donde él nombraba a los gobernadores, y las provincias que no, que los senadores podían repartirse.
Beard describe lo peligroso que era irritar a un emperador, incluso para el más grande de los súbditos, pero también muestra lo peligroso que podía resultar ser el emperador. La vida en la Roma imperial era peligrosa.
Otros momentos notables incluyen la extraordinaria decisión del emperador Caracalla en el año 212 después de Cristo de extender la ciudadanía romana por todo el imperio, aunque en apariencia nadie sabe por qué. El libro también da un vistazo al panorama global más amplio. Como señala Beard, el imperio chino en aquella época, con un tamaño casi igual, tenía 20 veces más administradores de alto nivel que Roma. Se trataba de un sistema administrativo notablemente amateur, aunque, y esto es crucial, el ejército no lo era.
En muchos sentidos, este imperio parece bastante extraño. Pase lo que pase, Donald Trump no se convertirá en un dios; sin embargo, sugiere Beard, algunos aspectos del imperio romano son características duraderas de cualquier autocracia.
“Al trabajar durante tanto tiempo en el imperio romano, llegué a detestar cada vez más la autocracia como sistema político, pero a ser más compasiva no solo con sus víctimas, sino con todos aquellos atrapados en ella, desde abajo hasta arriba”.
La cuestión, escribe, es que se trata de un sistema horrible. La falsedad, sobre todo, es generalizada en todos los aspectos de las relaciones entre el emperador y aquellos a quienes gobierna. Entre el déspota arbitrario y aquellos a su merced no puede existir nada decente y verdadero. Como ella dice, el emperador nunca es “uno de nosotros”, aunque, cuando estaba en el ejército, presumiblemente tenía que ser mucho más cuidadoso en fingir que lo era.
La falsedad se aplica incluso a los muertos. Que un emperador pasara a la historia como emperador “malo” o “bueno” dependía de si su sucesor fue su propia elección o el producto de un asesinato. Sobre todo, el sistema imperial se basaba en la propaganda: la invención y reinvención de historias sobre los mismos gobernantes.
Sin embargo, la autocracia no es solo una farsa. También es un sistema de terror, el terror del poder sin límites, pero el libro de Beard concluye con un punto contrario que también se aplica al de Mount: “No es la violencia ni la policía secreta, es la colaboración y la cooperación (consciente o inconsciente, bien intencionada o no) lo que mantiene viva la autocracia”.
Esto es cierto en lo general, pero no para los individuos. La diferencia entre libertad y autocracia es si uno puede esperar vivir ileso después de que uno deja de colaborar. En el momento en que la mayoría de la gente llega a creer que no pueden, resulta difícil detener la colaboración. Y así fue como murió la república romana y nació y perduró el imperio.
En el mundo occidental, ninguna otra república tuvo tanto éxito como la romana antes que la de Estados Unidos en el siglo XVIII. ¿Esa república también perecerá? Después del intento de golpe contra las últimas elecciones presidenciales, ahora podemos plantearnos esa pregunta.