Cualquiera que, como yo, era un estudiante en la década de 1990, recordará cómo las instituciones internacionales de gobierno eran en ese entonces lo más de moda como blanco de protestas.
Una imagen que permanece conmigo es la de una joven que lleva una figura de un troll de tres cabezas que representa (como dijo con seriedad a los medios) el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio (OMC), que devastaban a los pobres del mundo.
Me pregunto qué piensa ahora. Cuando la perspectiva de políticas que se expusieron en las recientes reuniones de primavera del FMI y del Banco Mundial se compara con lo que provocó la ira de la estudiante hace un cuarto de siglo, equivale a una conversión que puede poner en vergüenza a Pablo de Tarso.
El Banco Mundial y el FMI fueron criticados fuertemente en las décadas de 1980 y 1990 por hacer que los pobres pagaran por los servicios básicos de salud o por asumir que los déficits eran malos para el crecimiento. Eso ya pasó hace mucho tiempo. A continuación hay un nuevo consenso de Washington.
Gastar mucho en salud pública. La probidad fiscal, durante mucho tiempo el corazón de las recetas del FMI (el chiste era que las iniciales significan “it’s mostly fiscal” o es sobre todo fiscal), ya no se trata de frenar el gasto público, sino de obtener valor por el dinero, y gastar más donde el valor se puede encontrar.
Eso significa hacer lo que sea necesario para producir y distribuir vacunas a escala mundial. La publicación del Fiscal Monitor del FMI prevé que controlar la pandemia en todas partes “producirá más de un billón de dólares en ingresos fiscales adicionales en las economías avanzadas para 2025, y ahorrará más en medidas de apoyo fiscal”.
En otras palabras, lo que los gobiernos gastan en vacunas puede pagarse solo, y muchas veces. El fondo también aboga por el gasto en educación para compensar el aprendizaje que se perdió y ayudar a los trabajadores a hacer frente a los cambios estructurales a futuro.
Los economistas de las instituciones multilaterales parecen relajados respecto al gasto deficitario de los países ricos. El FMI tiene una visión benigna del enorme paquete de rescate de 1.9 billones de dólares del presidente Joe Biden. Igual que otros analistas, espera que el ingreso nacional de Estados Unidos sea más alto el próximo año de lo que se preveía antes de la pandemia. Y considera que el estímulo insuficiente de la demanda tiene costos permanentes: los gobiernos que gastan menos dinero sufrirán más “dolores” que recortan el potencial productivo a largo plazo.
En paralelo, el FMI sigue predicando la prudencia, pero eso significa algo muy diferente a lo de hace una década, por no decir a lo de una generación. Para sorpresa de todos, el fondo respalda las “contribuciones de recuperación” —lo que otros llaman impuestos adicionales temporales de solidaridad— de individuos ricos y ganancias inesperadas corporativas.
El mensaje de la antigua sede del “neoliberalismo” es que para hacer que las finanzas públicas sean sostenibles, los ricos y los que se beneficiaron de la pandemia deben contribuir más a la causa común. El FMI incluso sugirió que los países ricos pueden considerar los impuestos sobre el patrimonio neto, en apariencia canalizando a los senadores estadunidenses de izquierda Elizabeth Warren y Bernie Sanders.
Las preocupaciones por la desigualdad se encontraban por todas partes en las reuniones de primavera. El principal desafío de política que el FMI decidió destacar fue “manejar las recuperaciones divergentes” —entre países y entre grupos dentro de los países— debido a la pandemia y en la nueva normalidad a medida que las economías se recuperan de ella.
En la década de los noventa era una obviedad que el consenso de Washington reflejaba las prioridades alineadas de Washington: las instituciones internacionales con su sede allí y el gobierno de EU, con el segundo en un grado significativo impulsando al primero.
Esa alineación permanece. Los llamados multilaterales para el regreso de un papel estatal activista encajan con la ambición de Biden de emular las reformas del New Deal de Franklin Roosevelt.
Pero es difícil argumentar hoy que el FMI y el Banco Mundial repiten las preferencias de EU, incluso si estar en la misma página que su mayor accionista hace la vida más fácil. El cambio en la forma de pensar de la comunidad internacional de políticas económicas es anterior al del gobierno de EU.
La relación puede fluir en ambos sentidos. La Casa Blanca no recibe indicaciones de las instituciones que se ubicaa unas cuadras, pero no le hace daño a Biden que los guardianes mundiales de la ortodoxia económica hayan respaldado su programa, sobre todo cuando algunos estadunidenses participan en un fuego amigo.
La política es el arte de lo posible, pero lo posible a menudo se determina por lo que es concebible. El nuevo consenso de Washington puede resultar tan políticamente poderoso como el anterior. _