Los votantes están disgustados por las guerras culturales en la escuela
La semana pasada pasé un par de días en Washington en una reunión con dos grupos de personas fascinantes y políticamente distintas. En el primero fui moderadora de un panel en una conferencia organizada por el grupo de reflexión conservador American Compass, que no pertenece a MAGA (Make America Great Again), para analizar cómo los conservadores reflexivos se imaginan el futuro del Partido Republicano. En el segundo dirigí un debate de mesa redonda con cuatro de los principales líderes sindicales de Estados Unidos, que pronto aparecerá en la edición del FT Weekend, para analizar un año récord para la fuerza laboral en Estados Unidos y muchas partes del resto del mundo, y qué es lo que sigue.
Hay muchas cosas más que decir sobre todo esto, pero quiero centrarme en un tema candente que surgió en las dos conversaciones: la educación. Como pudieron ver la semana pasada, hay una nueva encuesta de Pew que analiza cómo las guerras culturales afectaron la capacidad de los profesores para hacer su trabajo. Alrededor de 40 por ciento dice que la tensión en torno a lo que pueden y no pueden enseñar, y cómo, tiene un gran impacto negativo en su capacidad de enseñanza. No hay ninguna sorpresa en esto, lo único que me sorprendió es que las cifras no son más altas.
Pero también hay cada vez más evidencia, de acuerdo con los educadores con los que hablé, de que los votantes están realmente disgustados por las guerras culturales en la escuela, las prohibiciones de libros, la censura, etcétera. Los padres y profesores quieren educadores que trabajan desde maternal hasta el decimosegundo grado puedan enfocarse en lo esencial de sus trabajos, no en vigilar sus pensamientos, lenguaje y plan de estudios, y no quieren que se dedique más tiempo, energía y recursos a las guerras culturales. Como madre de dos hijos que pasaron por el sistema en la ciudad de Nueva York, estoy totalmente de acuerdo con esto. Debo decir que en realidad me rompió el corazón que la escuela secundaria de mi hijo tuviera dos coordinadores de justicia racial, pero ningún profesor dedicado al arte o a la música.
Por supuesto, eso no significa que todos van a estar en automático de acuerdo sobre lo que se debe y no se debe enseñar; sin embargo, 70 por ciento de los profesores en el estudio de Pew solo quiere tener más influencia sobre cómo pueden enseñar. En la actualidad, dos de cada tres profesores optan por no participar en cualquier debate sobre temas políticos y sociales, y ¿quién puede culparlos?
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Si bien hay una reacción negativa en ambos lados del pasillo contra la educación como campo de batalla cultural, siento que está ocupando un lugar aún más protagónico como cuestión económica. Según una reciente cumbre de rectores de universidades que se reunieron para abordar el liderazgo en la educación superior, Harvard ahora tiene unos niveles de reputación de marca negativa equiparables a los de Tesla y Boeing.
En la conferencia American Compass me sorprendieron bastante los oradores conservadores que sentían que la educación superior se había convertido en un camino hacia la movilidad descendente debido a la deuda que muchos solicitantes de préstamos tienen que asumir (hay mucho de cierto en eso, particularmente en los niveles más bajos de la escala socioeconómica, donde hay una cantidad mucho mayor de personas que caen en impagos y no terminan sus carreras, o terminan pagando por títulos sin valor).
Un orador señaló con razón los salarios de seis cifras que cobran los administradores de cuello blanco en las escuelas que piden demasiado dinero a los chicos de clase trabajadora por muy poco. De hecho, los llamó “vampiros”, lo cual puede ser fuerte, pero llega al punto de que la educación (como señaló David Brooks en su último artículo de opinión en The New York Times) es ahora una importante división política de clase. Brooks también señaló de manera muy acertada en otro artículo reciente que la educación superior —con su enorme sobrecarga administrativa— es emblemática de un exceso burocrático que no solo le cuesta a los individuos, sino a la sociedad en general.
Las comprensibles y fuertes críticas que escuché por parte de personas de ambos lados del pasillo al hablar sobre educación la semana pasada me recordaron la maravillosa novela distópica de Margaret Atwood, El cuento de la criada (The Handmaid's Tale), en la que Harvard Yard, que alguna vez fue un símbolo de apertura, libertad y debate, se convierte en la sede de la brutal policía secreta en un estado autocrático.
Peter, sé que tú, como yo, en estos últimos meses pasaste recorriendo universidades. ¿Tienes alguna idea sensata sobre hacia dónde se dirige el debate político sobre el tema de la educación superior?
Recomendaciones
-Mi primera recomendación no es para leer, sino para ver. Hace poco vi la película American Fiction sobre un frustrado novelista negro que escribe ficción de alto nivel que no tiene nada que ver con la identidad. Sus ventas son escasas hasta que da en el clavo con una sátira de la ficción “negra”, que la clase dirigente literaria blanca toma por verdad. Es conmovedora, pero también divertidísima, y vale la pena verla.
-Sigo desde hace décadas el excelente trabajo del economista Jan Hatzius, y me alegró ver que Greg Ip le dedicaba este elogio en la columna Capital Account de The Wall Street Journal. Es un tipo previsor, y se muestra optimista respecto a 2024. Sin duda son buenas noticias.
-Aquí en Financial Times, John Burn-Murdoch tiene razón al afirmar que Texas puede enseñar mucho a Nueva York y California sobre cómo superar una crisis en el sector inmobiliario.
Peter Spiegel responde
Rana, es posible que Ron DeSantis dirigiera la peor campaña presidencial de la era moderna, pero la decisión del gobernador de Florida de hacer de la educación y las guerras culturales en los campus universitarios —y, en algunos casos, en las escuelas primarias y secundarias— una de sus principales prioridades no surgió de la nada. Se basó en muchas encuestas de opinión pública que señalan lo mismo que tú: los estadunidenses de todas las tendencias políticas (pero particularmente los “votantes indecisos” moderados en distritos suburbanos clave) se sienten cada vez más incómodos con la politización de los salones de clases de sus hijos.
Para mí, este tema se convirtió por primera vez en parte de la conversación política nacional durante la contienda para gobernador de 2021 en Virginia, donde el republicano Glenn Youngkin —que se mostraba cauteloso de asociarse con Donald Trump en un estado que ganó Joe Biden de forma abrumadora en 2020— fue increíblemente eficaz en aprovechar los temores de los padres de que los demócratas estuvieran tratando de convertir las escuelas en placas de Petri culturales (lugares para hacer pruebas culturales). No ayudó que su oponente, el ex presidente del Comité Nacional Demócrata Terry McAuliffe, menospreciara las preocupaciones de los padres, al decir durante un debate: “No creo que los padres deban decirle a las escuelas lo que deben enseñar”. Youngkin es ahora gobernador, mientras que McAuliffe está sin trabajo.
Debo admitir que en su momento me mostré escéptico ante los intentos de Youngkin de utilizar las guerras culturales escolares a su favor; un escepticismo que, por desgracia, quedó plasmado en unas Swamp Notes que escribí durante la campaña; sin embargo, debo admitir que los instintos de Youngkin eran correctos. Los votantes independientes estaban cada vez más cansados de que los sindicatos de profesores se resistieran a la reapertura de las escuelas en los últimos meses de la pandemia, y luego se vieron más contrariados con los administradores escolares que intentaban incorporar mensajes sociales y políticos (en su mayoría de tendencia izquierdista) en los planes de estudio después de las protestas de Black Lives Matter, el movimiento para eliminar la violencia racial.
Tanto como gobernador como candidato presidencial, Ron DeSantis se extralimitó y se centró en planes de lecciones de derechos civiles ampliamente aceptados en lugar de materiales didácticos más politizados. Y luego amplió su cruzada persiguiendo a Disney en Florida. ¿Qué estaba pensando? Sin embargo, sin importar si están de acuerdo o en desacuerdo con sus posiciones políticas, la antena de DeSantis tenía razón: los votantes indecisos moderados y tradicionales están cada vez más descontentos con lo que ven que sucede en la educación estadunidense. Quieren reafirmar el control parental frente a los ideólogos de ambos lados, y responderán a los políticos que aprovechen eso.
El único punto en el que tal vez no estoy de acuerdo contigo, Rana, es en una lección final que extraería del desastre de Ron DeSantis: la política educativa no se traduce en realidad en el nivel presidencial nacional. Cuando los votantes piensan en sus escuelas, suelen pensar en alcaldes y gobernadores, no en presidentes. Como señaló el equipo de Youngkin poco después de su victoria en 2021, ya es bastante difícil encontrar una sola forma unificadora de hablar sobre política educativa a escalas local o estatal, y mejor olvidarnos de la escala nacional. Jeff Roe, el principal estratega de Youngkin, lo expresó de la siguiente manera:
“(Algunas) personas se animan con la CRT (teoría crítica de la raza), algunas personas se animan con la elección de escuela, algunas personas se animan con las matemáticas avanzadas, algunas personas se animan con los funcionarios de recursos escolares. La gente se anima con las diferentes características de la educación dependiendo de dónde se encuentre física, geográficamente y la edad de sus hijos. Y también depende de su composición demográfica”.
Así que estoy de acuerdo contigo, Rana, en que es probable que la educación siga siendo un rasgo que anime la política de Estados Unidos en este 2024. Simplemente no creo que lleguemos a ver a alguno de los candidatos presidenciales hablar mucho sobre este tema.
Sus comentarios
Y ahora unas palabras de nuestros lectores de Swamp Notes… En respuesta a:
“Las luchas políticas internas en la convención demócrata no solo serán un bienvenido alivio a las guerras de personalidades entre Trump y Biden. Proporcionará la oportunidad de utilizar los debates presidenciales para concentrarse en los logros y los temas en lugar de en la edad y las frases hechas. Si alguien como Gretchen Whitmer pudiera desviar la atención de Trump y dirigirla hacia los retos actuales, podría producirse una avalancha y un punto de inflexión en el tono de la política estadunidense”. - Brantly Womack.