En 1999, el fallecido Boris Berezovsky almorzó con el editor y los periodistas de alto nivel de Financial Times. Yo ya me había reunido con él en Moscú en varias ocasiones. Berezovsky acababa de desempeñar un papel en persuadir a los allegados a Boris Yeltsin para que nombraran a Vladímir Putin, entonces jefe del FSB, el servicio de seguridad ruso (a quien Berezovsky conoció cuando Putin era vicealcalde de San Petersburgo), como primer ministro y su sucesor como presidente. Le pregunté: “¿Por qué le confió el poder a un antiguo agente de la KGB?”. Recuerdo su respuesta: “Rusia ahora es un país capitalista. En los países capitalistas, estos tienen el poder”.
Metafóricamente, se me cayó la mandíbula. Berezovsky era un hombre inteligente, implacable y cínico, que había vivido gran parte de su vida en la Unión Soviética. También era ruso, que conocía la brutal historia de Rusia; sin embargo, parecía creer en las patrañas marxistas sobre dónde residiría el poder en la supuesta Rusia “capitalista”. Por supuesto, estaba equivocado. El poder estaba en manos del hombre del Kremlin, donde siempre estuvo. Tal vez soy demasiado duro con él. Los líderes occidentales parecen pensar que las sanciones a los oligarcas rusos pueden influir en Putin. No tengo ni idea de por qué.
En cualquier caso, un año después de la llegada al poder de Putin, Berezovsky, quien se había convertido en un crítico severo, fue expulsado de Rusia a Reino Unido. En 2013 murió, ya sea por suicidio o por asesinato.
El destino de Berezovsky dice algo importante. La riqueza es una fuente de poder si y solo si está protegida por un Estado regido por la ley. Bajo un despotismo, el poder da riqueza. Es el juguete del tirano: puede dar, pero también puede quitar.
Estados Unidos no es Rusia. Donald Trump no es Putin; sin embargo, el republicano ya dejó en claro que le gustaría usar el cargo de presidente para castigar a sus enemigos. De hecho, ya se refirió a la ex representante Liz Cheney, a Joe Biden y a Kamala Harris como sus blancos. Su “justificación” es lo que él considera como su propia persecución. Pero de hecho trató de anular los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 al alentar una invasión del Capitolio por parte de “patriotas” el 6 de enero de 2021 y presionar al vicepresidente Mike Pence para que no certificara los resultados. La Gran Mentira de una elección robada incluso se convirtió en una creencia compartida por el Partido Republicano.
La pregunta que surge es: ¿los oligarcas que están tratando de convertir a Trump en presidente y a J. D. Vance en vicepresidente, quien ha declarado que no habría certificado esa elección, están a punto de aprender lo que significa tener un tirano como presidente? Sí, alguien que intenta un golpe contra el proceso electoral —el corazón mismo de la democracia— es un tirano en potencia. También lo es alguien que puede llenar su gobierno con personas leales a él. Nadie puede estar a salvo, excepto los leales y los aduladores.
En el pasado, el poder del presidente de Estados Unidos llegó a ser limitado por una fuerte moral cívica, por la decencia de sus principales figuras políticas y por un poder judicial independiente, pero gran parte de esto se está erosionando.
En vista de todo esto, la reelección de Trump tendrá implicaciones mundiales. El daño causado a la credibilidad de la democracia ya es notable: la confianza ya se erosionó, no solo en la democracia estadunidense, sino en la democracia misma. Esto va a empeorar.
La democracia liberal en EU no es lo único que está en juego. También lo está el futuro de Estados Unidos en el mundo. Parece que a la nueva derecha estadunidense no le pasa por la cabeza que abandonar Ucrania y a los actuales miembros de la OTAN en beneficio de Rusia afectará su capacidad para hacer alianzas contra China. Si yo fuera japonés, estaría nervioso.
Al parecer, tampoco les pasa por la cabeza que renegar de los acuerdos comerciales que EU ayudó a crear, incluida la Organización Mundial del Comercio, inevitablemente hará que el país parezca un socio económico confiable. Trump, el hombre de negocios, ha sido un empresario que se va a la quiebra en serie. Estados Unidos no conservará su credibilidad como actor económico si sigue así.
Luego está el Trump que no solo cree en aranceles altos, sino en recortes de impuestos para los ricos y en un dólar débil. También cree, cuando le conviene, en las tasas de interés bajas y no cree en la independencia de la Reserva Federal. La idea de que se puede apoyar un enorme aumento de los costos de las importaciones, a través de aranceles, que reducirá la demanda estadunidense de divisas, mientras se espera que el dólar pierda valor frente a esas mismas monedas es incoherente. Lo normal es que ocurriera lo contrario, pero si el déficit fiscal, ya de por sí elevado, se ampliará aún más y la Fed se viera obligada a relajar la política monetaria, el dólar puede desplomarse, como en la década de 1970. Eso será un gran desastre.
Lo más importante de todo para el futuro del mundo puede no ser Trump el aspirante a tirano, el traidor, el proteccionista o el devaluador, sino el hombre que sacó a EU del Acuerdo de París sobre el clima cuando era presidente. En este momento tenemos muy pocas posibilidades de mantener el aumento de las temperaturas globales por encima de los niveles preindustriales por debajo de 1.5 grados celsius. Si otro mandato de Trump llega a sabotear las esperanzas de progreso, es casi seguro que esa posibilidad se esfume, con consecuencias desastrosas. Pero Trump, el “genio tan estable”, “sabe” que el efecto invernadero es un engaño. De hecho, es una amenaza, pero una que todavía podemos derrotar. Trump puede ser el líder que garantice el fracaso.
Los plutócratas que apoyan a Trump pueden estar más seguros que Berezovsky. Pero ¿pueden ser tan libres como quieran? Sí, una mayor erosión de la democracia puede protegerlos de la interferencia de los políticos electos que detestan, pero los hombres que ponen en el poder, en su lugar, tienen una tendencia a convertirse en soberanos absolutos. Entonces, nadie puede estar realmente seguro.