Neil Young y Joni Mitchell desde hace mucho tiempo han sido la voz de la protesta. Los septuagenarios compositores fueron capaces de iniciar una tormenta cuando retiraron su música de Spotify por el hecho de que el servicio de streaming también albergaba a Joe Rogan. El par, y cientos de científicos y médicos, acusan al podcaster de difundir información errónea y peligrosa en su popular programa. Para alguien que ha ensalzado el desparasitador de caballos para combatir el covid-19, Rogan abrió una lata de gusanos en lo que respecta a la libertad de expresión y las responsabilidades de las compañías de tecnología.
Rogan busca la controversia. Entre sus invitados figuran Elon Musk fumando un cigarrillo de mariguana y el teórico de la conspiración Alex Jones. Pero fue un episodio reciente con un virólogo que critica el uso de la tecnología de ARNm en las vacunas contra el covid, lo que desató la ira de Young y Mitchell. Entre otras extrañas afirmaciones, Robert Malone aseguraba falsamente que a los hospitales se les incentivaba con recursos económicos para registrar las muertes como causadas por el covid. El podcast sigue disponible en Spotify, que dice que no incumple sus directrices.
La controversia vende, y atrae clics en nuestra economía de la atención: Spotify le pagó a Rogan 100 millones de dólares en 2020 por los derechos exclusivos para transmitir su Joe Rogan Experience, que antes del acuerdo contaba con una audiencia de 11 millones. Todavía es el podcast más popular de Spotify. Su audiencia se siente atraída por su personalidad de librepensador que entrevista a los ignorados o “cancelados” por los medios de comunicación convencionales. Las divagaciones sin filtro de los invitados durante horas se enmarcan como una oportunidad para que la audiencia tome sus propias decisiones sobre todo tipo de temas, desde la pesca con arpón hasta los puntos de tensión de las guerras culturales.
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El papel de un externo que habla directamente es una tontería inventada: Rogan es ahora uno de los comentaristas más influyentes del mundo. Eso debe traer consigo responsabilidades que hasta ahora él y Spotify han podido evadir. La postura inicial de Spotify fue que no le correspondía vigilar el contenido de Rogan, como tampoco censurar a un rapero. Esto no es cierto. La relación exclusiva de Rogan con la compañía sueca la asemeja más a un editor que a una plataforma neutral.
No es de extrañar que Spotify se resista a asumir las responsabilidades de un editor. No es la única firma de tecnología que lucha contra la moderación de contenidos. La legislación prevista en Reino Unido y la Unión Europea obligará a los sitios de redes sociales a eliminar los contenidos “perjudiciales”, lo que suscitó un debate sobre si las grandes compañías deben vigilar la libertad de expresión. La cuestión es más espinosa en Estados Unidos, donde existe el derecho a la libertad de expresión en virtud de la Primera Enmienda y también en las emisoras tradicionales partidistas, donde se emiten cada noche opiniones similares a las de Rogan.
Pero el contrato de Spotify con Rogan no se parece a que Facebook tenga que moderar las publicaciones de miles de millones de usuarios. Proporcionar verificadores de hechos para ayudarle a cuestionar a los invitados no será una censura. A raíz de la polémica, Spotify emitirá un “aviso de contenido” para los podcasts que hablen de covid.
No se trata de defender la prohibición del podcast de Rogan; desafiar la ortodoxia es saludable. Como él mismo señala, las teorías sobre el covid, antes marginales, son ahora la corriente principal. Pero, según admite en una disculpa de 10 minutos, puede hacerlo mejor. Entre los remedios que propone están la investigación de temas controvertidos y la presentación de opiniones contrarias a sus invitados. Es lo mínimo que cualquier editor o locutor responsable está obligado a hacer. Es edición, no censura.