En el curso de los trescientos y tantos votos de los Colegios Electorales, el presidente electo de Estados Unidos (EU) tenía como objetivo “vendar las heridas de la división” y servir a “todos los estadunidenses”. La perspectiva de “un pueblo unido”, no era tan exótica para un hombre que se educó en el punto medio bipartidista del siglo XX.
Quizás Donald Trump reprimió una sonrisa cuando ofreció esa rama de olivo hace cuatro años. Pero bueno, Barack Obama, George W. Bush y Bill Clinton hicieron los mismos sonidos al momento de ascender a la Casa Blanca. Ya sea que los culpemos o a la implacabilidad de sus oponentes, todos fallaron. Sin duda, Joe Biden, que “no ve estados rojos ni estados azules”, tendrá suerte en la quinta ocasión.
Este es un momento insensible, para restar importancia al cambio de presidente. Washington y otras ciudades liberales se regocijaron cuando se difundió la noticia de la victoria de Biden. Los aguafiestas deben analizar el estado de ánimo.
Es que simplemente está claramente a la vista que se viene un balde de agua fría. Independientemente de los logros de Joe Biden como presidente, como el despliegue de una vacuna o el resurgimiento de la OTAN, la unidad nacional no estará entre ellos. Una vez que preste juramento, los republicanos pueden redescubrir el conservadurismo fiscal que, inexplicablemente, extravían entre las presidencias demócratas.
Sus nuevos miembros del Congreso, elegidos bajo el gobierno de Donald Trump, traerán frescura a la refriega partidista. Biden como presidente se verá obstaculizado en todo momento.
Hubo una resistencia tan tenaz para sus dos predecesores demócratas que se impugnó su legitimidad. Cada uno perdió el Congreso en sus primeras elecciones de mitad de mandato ante movimientos insurgentes que se desviaron hacia los extremos más salvajes de la retórica.
La esperanza de que Biden logre escapar a ese destino parece depender de su tranquilidad personal y su centralismo inofensivo y falta de capacidad para actuar. Pero Clinton tenía más de ambos y Obama no carecía del todo de ninguno de los dos. Hizo poca diferencia. El partidismo está en la estructura y la cultura de Washington. No es cuestión de tal o cual presidente.
Este es todavía un país en el que una gran minoría de demócratas no estaría contento si su hijo se casa con un republicano; los republicanos son solo un poco más despreocupados si eso ocurre a la inversa. Es uno en el que la compañera de fórmula victoriosa, Kamala Harris, puede equiparar la victoria de su partido con nada menos que la de la “ciencia”. Hay autoelogios y una mala historia en la reciente postura de la izquierda global como el Partido de la Ilustración. Solían ser ellos, inspirados por la academia francesa, quienes veían la verdad como relativa o “construida”.
Él Dice...“Independientemente de los logros de Biden como presidente, como el despliegue de una vacuna o el resurgimiento de la OTAN, la unidad nacional no estará entre ellos”
Sin embargo, sea cual sea la presunción, Harris tiene la suficiente claridad como para ver que los estadunidenses habitan mundos mentales distintos. Lo que cuenta como un hecho está en disputa.
En su tristeza, es más realista que su jefe. La semana pasada, Trump demostró que un presidente puede hacer casi cualquier cosa y ganar cerca de la mitad de los votos, mientras que sus facilitadores pueden lograr victorias en el Congreso.
Junto a la lealtad de grupo en esta escala, la promesa de Joe Biden de “sanar” y “unificar” puede parecer, por discordante que sea, infantil en su inocencia.
Debido a que ascendió en un Washington bipartidista, donde los republicanos votaron para acusar a Richard Nixon, de su propio partido, Biden suele considerarlo como el orden natural de las cosas. Y el conflicto lo ve aberrante, que fácilmente se puede trascender con buena voluntad en la mesa de negociaciones. El problema es que Washington de la década de 1970 nunca fue natural ni típico. Fue producto de circunstancias contingentes que ya no se mantienen. Entre ellos estaba la presencia que los disciplinaba enormemente de un enemigo extranjero.
En retrospectiva, el final de la guerra fría alteró la vida cívica de la nación ganadora, no solo la de la perdedora. Mientras EU enfrentaba una amenaza externa, había límites prudentes a sus disputas internas. Durante mi vida, era normal ver una confirmación unánime de un juez de la Corte Suprema y que un candidato presidencial lograra 400 votos electorales.
Desde 1988 no ha ocurrido ninguna de las dos cosas. Una nación sin alguien que la desafíe se sintió con la libertad de hurgar en sus propias costuras. En teoría, la amenaza de China tomará el lugar de la soviética como el gran pegamento de EU. Se está tomando su tiempo.
Decir que Estados Unidos seguirá sin sanar, axiomáticamente no es ser sombrío al respecto. El bipartidismo de antaño a menudo se adquirió a un precio muy alto: la división de las diferencias en las grandes cuestiones, eludirlas por completo.
El núcleo de la tregua entre partidos de la posguerra fue un acuerdo tácito para posponer el tema de los derechos civiles, por ejemplo. La mejor oportunidad del presidente electo Biden para tener cuatro años armoniosos es no intentar nada importante. Si tan solo una economía estadounidense afectada, o la global a la que ayuda a impulsar, pudiera permitirse un abandono benigno.
srgs