Una vez trabajé para una gran empresa de revistas en Estados Unidos que estaba preocupada por la caída de los ingresos y la pérdida de lectores en medio de lo que entonces se llamaba la revolución de las puntocom. Los líderes de la empresa decidieron contratar una importante firma de consultoría de administración para analizar lo que se debía hacer. Después de meses de reuniones y millones en honorarios, llegó el veredicto. Al parecer, solo necesitábamos mejores ideas para las historias. No hace falta decir que este sabio consejo no salvó ni a los lectores ni al producto.
Por esta y otras razones, siempre me he sentido escéptica respecto a las consultorías de administración. Para empezar, el enfoque empresarial de “si puedes medirlo, puedes manejarlo” pasa por alto muchas cosas. Algunas, como los costos de los insumos y el precio de las acciones, se pueden contabilizar discretamente. Otras, como la cultura, la lealtad y la creatividad, no.
Luego está el problema de pasar la responsabilidad: las empresas muy a menudo contratan consultores para culpar a otros si las soluciones a problemas difíciles salen mal. Si a esto le sumamos el hecho de que la inteligencia artificial (IA) puede desempeñar cada vez más el nivel inferior del trabajo de consultoría, tenemos una profesión que bien puede estar en declive secular.
Las señales están por todas partes. Empresas como Bain y McKinsey están despidiendo trabajadores y ofreciéndoles incentivos económicos para que se vayan. Deloitte y EY están recortando costos y reorganizándose. Se percibe una sensación de ahorrar dinero donde antes había bonanza.
Si bien la profesión tuvo un auge durante el covid, cuando las empresas buscaban ayuda para hacer frente a todo tipo de cosas, desde problemas en la cadena de suministro hasta cambios al trabajo desde casa y la naturaleza incierta del ciclo económico, ahora se está desacelerando. Según Kennedy Consulting Industry Monitor, el crecimiento de los ingresos se redujo a la mitad, hasta 5 por ciento, el año pasado.
Las empresas de consultoría también están sufriendo presiones políticas. Hace un par de semanas, un proyecto de ley para prohibir a McKinsey trabajar para el gobierno de EU, que presentó el senador de Missouri Josh Hawley, fue aprobado por el comité de seguridad nacional del Senado. Aún existen varios obstáculos para que se convierta en ley, pero la idea es impedir que el Departamento de Defensa y otras agencias federales contraten empresas que hacen negocios con el gobierno chino.
Pero no son solo los políticos populistas se muestran escépticos respecto a los consultores. Tanto los académicos como los expertos de la industria se han vuelto más críticos. La economista Mariana Mazzucato y su colega Rosie Collington publicaron el año pasado un libro que sostiene que la consultoría prospera gracias a los problemas del capitalismo moderno, desde el financiamiento y el cortoplacismo corporativo hasta la aversión al riesgo en un sector público hambriento, obteniendo rentas económicas injustificadas y creando muy poco valor. “Si bien la consultoría es una profesión antigua”, escriben, “la Gran Estafa creció a partir de las décadas de 1980 y 1990 a raíz de las reformas tanto de la derecha ‘neoliberal’ como de los progresistas de la ‘Tercera Vía’, en ambos lados del espectro político”.
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Los problemas del sector se remontan incluso más atrás. Se puede argumentar que la consultoría de administración moderna es el desafortunado hijo predilecto del taylorismo de principios del siglo XX —en el que Frederick Winslow Taylor, un ingeniero mecánico de Filadelfia, pretendía cronometrar la productividad de los trabajadores al segundo— y las ideas de la Escuela de Chicago sobre mercados “eficientes”, que cobró fuerza a partir de la década de 1960.
Los consultores crearon un enorme mercado global predicando el evangelio de la disrupción. Como argumentó Clayton Christensen, profesor de Harvard, en el libro El dilema del innovador, en 1997, las grandes empresas siempre corren el riesgo de que las empresas más pequeñas les coman el almuerzo. Para poder adelantarse a eso, necesitaban cambiar todo el tiempo internamente.
Pero si bien eso pudo parecer cierto durante el auge de las puntocom de finales de la década de 1990, la mayoría de los sectores se han concentrado más, y las grandes empresas se llevan una porción cada vez mayor del pastel económico.
Aun así, el culto a la disrupción es muy fuerte. Como escribe Ashley Goodall, consultor reformado y veterano de Deloitte/Cisco, en su nuevo libro El problema con el cambio, “mientras estábamos todos ocupados provocando disrupciones a nosotros mismos de aquí para allá, de alguna manera perdimos de vista el hecho de que el cambio y la mejora son dos cosas diferentes”.
Al principio, dice, los ejecutivos pensaban “tenemos que solucionar este problema; por tanto, necesitamos cambiar”. Ahora muchos creen que “tenemos que cambiar, porque así se solucionarán todos los problemas”.
La consultoría tendrá que cambiar, porque en la actualidad la tecnología puede hacer mucho en el extremo inferior de la escala salarial. La IA puede hacer una presentación en Power Point o un documento de investigación lo suficientemente bueno, eliminando mucho de lo que solían hacer los consultores novatos. Mientras, hay más competencia en la parte superior, con todo tipo de firmas de análisis de riesgos y expertos compitiendo por una porción del negocio.
Es posible que una recesión pueda darle nueva vida a la industria. La consultoría suele ganar dinero pidiendo a las empresas que reduzcan personal. También puede reemplazarlos temporalmente con tecnología o más consultores, sin todas esas molestas cuestiones de empleo a tiempo completo o las prestaciones. Pero tengo la sospecha de que, así como muchos empleos superfluos en el extremo inferior de la cadena alimentaria socioeconómica han desaparecido en las últimas décadas, las industrias administrativas, como la consultoría, también serán golpeadas por una disrupción.
¿El resultado será un menor número de presentaciones de diapositivas, declaraciones de misión, sesiones obligatorias de integración laboral y lenguaje corporativo? Si es así, me apunto.