El mes pasado, Fox, empresa controlada por Rupert Murdoch y su hijo Lachlan, acordó pagar 787.5 millones de dólares a Dominion Voting Systems para llegar a un acuerdo de arreglo de la caso de difamación por mil 600 mdd que estos últimos presentaron contra la cadena de noticias. Justin Nelson, abogado de Dominion, insistió en que este convenio demuestra que “la verdad importa” y que “las mentiras tienen consecuencias”. Esto es cierto, pero solo hasta cierto punto.
El modelo de negocio revelado con sorprendente detalle en las comunicaciones entre los ejecutivos y las estrellas de Fox depende de dar a sus espectadores la carne roja que quieren. Si eso incluye falsedades, que así sea. A la pregunta de si pudo decir a los altos cargos de Fox que dejaran de poner al aire a Rudy Giuliani (uno de los más asiduos promotores de mentiras sobre las elecciones estadunidenses de 2020), Rupert Murdoch respondió: “Podría haberlo hecho, pero no lo hice”. Su falta de acción lo reveló todo.
Como dijo el fallecido senador Daniel Patrick Moynihan: “Tienes derecho a tener tu opinión. Pero no tienes derecho a tener tus propios hechos”. Los hechos a veces se pueden debatir, pero muy a menudo, como en este caso, la falsedad no puede serlo: no se trata de “hechos alternativos”, sino de mentiras. En Truth and Politics (Verdad y política), Hannah Arendt cuenta una historia sobre Georges Clemenceau, líder de Francia al final de la Primera Guerra Mundial. Cuando le preguntaron quién era el responsable de la ofensiva, respondió: “No lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania”. Donald Trump no ganó las elecciones presidenciales de 2020. Sus acusaciones de fraude son mentiras.
No hace falta decir que los regímenes totalitarios tanto de izquierda como de derecha han promovido la falsedad. Para ellos, la mentira era (y es) un instrumento de control. Se supone que las democracias son diferentes y, en este caso, lo eran en un aspecto importante. El mecanismo independiente de revelación de la verdad de la ley obligó a Fox a mostrar su conciencia de que estaba difundiendo falsedades descaradas.
¿Importan esas mentiras? Sí, y mucho. A falta de acuerdo sobre los hechos, el debate democrático apenas puede comenzar, pero estas mentiras tienen un significado poderoso, porque eran (y son) un intento de derrocar a la democraci, que puede definirse como una guerra civil civilizada. Reconoce la existencia de diferencias de opinión, pero las resuelve pacíficamente, a través de elecciones, que son la institución fundamental de la democracia representativa. Las elecciones determinan la legitimidad, pero para hacerlo deben ser reconocidas como justas.
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Una mentira sobre el resultado de unas elecciones no es una mentira cualquiera; amenaza la democracia. Es un intento de derrocar las elecciones como árbitro del poder. Eso es lo que intentó Trump. Es lo que han tratado de hacer todos los que lo apoyaron o permitieron que lo hiciera. Es lo que intentó hacer la cobertura de Fox de las elecciones, sin olvidar la interminable promoción de mentiras sobre la seguridad de la votación.
No se trata de una negligencia menor que el mundo deba olvidar. La democracia está en peligro en gran parte del mundo, mientras que Estados Unidos es la más importante. Los intentos de subvertir la institución principal de la democracia en su núcleo son imperdonables; sin embargo, no son sorprendentes. Como argumenta el periodista británico Matthew d’Ancona, Fox era “como el escorpión de la conocida fábula, picando a la rana de la democracia en la que se transportaba, hundiéndolos a ambos en un lodazal de deshonestidad, desinformación y desorden. Estaba siendo fiel a su naturaleza. Y lo sigue siendo”.
Un defensor puede argumentar que nada de esto fue culpa de Fox; solo hizo lo que tenía que hacer para dar a sus clientes lo que querían. Es lo mismo que diría un traficante de drogas. Además, en este caso, Fox no se limitó a satisfacer un deseo preexistente, desempeñó un papel importante en la creación de la adicción a la demagogia de extrema derecha, de la que Trump es un exponente tan brillante. Como señaló Jim Sleeper en la Columbia Journalism Review: “Fox se rinde, o reconvierte, al periodismo no solo para entretener, sino también para avivar y canalizar riachuelos de ira y miedo públicos en torrentes de poder político”.
Imaginemos lo que ocurriría si unas futuras elecciones presidenciales estuvieran aún más reñidas. Se puede llevar a las instituciones más allá del límite; sin embargo, tal vez ya sea demasiado tarde para hacer algo al respecto. Dadas las divisiones actuales, cualquier intento de actualizar la antigua “doctrina de la imparcialidad” para cubrir a las emisoras de hoy sería inaceptable e inviable. También se puede argumentar que es imposible impedir la difusión generalizada de mentiras, al tener en cuenta nuestras redes sociales. Lo único que queda es la esperanza de que el electorado y el poder judicial se mantengan firmes frente a futuros intentos de subversión.
Sin embargo, para los países que aún no caen en estos pantanos, es vital proteger el financiamiento y la independencia de los servicios públicos de radiodifusión, como la BBC, e insistir en que todos los organismos de radiodifusión tienen la obligación de no decir mentiras. Si no cumplen con esta obligación, deben perder sus licencias, que son un privilegio, no un derecho.
Hay que recordar tres grandes cosas sobre la economía de mercado. Primero, que no hay que hacer todo lo que es rentable. De hecho, tiene que haber una lista de actividades que uno no tiene derecho a hacer. Segundo, que algunas de las cosas que uno no debe hacer pueden ser legales o, si son contrarias a la ley, difíciles de impedir. La última es que la supervivencia de una sociedad depende de la contención moral, sobre todo de sus líderes. En 1954, Joseph Nye Welch, abogado en jefe del ejército estadunidense, respondió a las acusaciones de simpatía del comunismo del senador Joe McCarthy preguntando: “¿Usted no tiene sentido de la decencia, señor?”. Las sociedades libres morirán si las personas que tienen influencia, riqueza y poder carecen de esa virtud.