A los grandes banqueros de Wall Street les gusta mostrar tranquilidad en público. Como decimos en Nueva York, es su truco, una técnica que emplean para ganarse la confianza de otros participantes en los mercados financieros.
Ha sido desconcertante en los últimos meses ver a tantos amos del universo —Jamie Dimon, de JPMorgan Chase; David Solomon, de Goldman Sachs, y James Gorman, de Morgan Stanley— mostrar preocupación tan abiertamente sobre la necesidad de que sus empleados regresen a la oficina.
Sus anuncios se han visto reforzados por sentimientos nobles que hacen hincapié en la importancia de ser una guía para los empleados más jóvenes, formar equipos cohesionados y promover la diversidad; sin embargo, su tono ha sido diferente, exasperado, si no insensible a las preocupaciones del personal desgastado por las exigencias de las horas de viaje al trabajo.
El hecho es que los ejecutivos de los bancos tienen más razones para preocuparse de las que dejan entrever. Trabajar en casa con billones de dólares del dinero de otras personas es un experimento riesgoso. Los peligros legales y regulatorios son significativos. Es lógico que los jefes de los bancos y sus supervisores gubernamentales estén ansiosos por tener una mejor visión de la acción.
“En una industria que tiene una regulación más fuerte, habrá preocupación por la falta de control sobre las actividades diarias de sus empleados”, dice Charles Elson, experto en gobierno corporativo de la Universidad de Delaware. “Eres mucho más informal en casa de lo que puedes ser en una oficina; no hay nadie que te observe excepto tu perro”, agregó Elson.
La dificultad para los bancos es que se necesita más que un perro inteligente para asegurarse de que los empleados sigan las estrictas normas de sus reguladores federales. Un ejemplo implica el requisito de que conserven los registros de las comunicaciones comerciales durante años, incluso si las conversaciones se realizan en dispositivos personales, utilizando servicios de mensajes como WhatsApp.
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JP Morgan reveló este mes en una presentación para el gobierno que “algunos de sus reguladores” estuvieron preguntando sobre “su cumplimiento con los requisitos de conservación de registros” de los mensajes electrónicos que se enviaron a través de canales que el banco no había aprobado. JP Morgan indicó que está “cooperando con estas investigaciones y actualmente participa en ciertas discusiones de resolución”.
Las preocupaciones sobre los embaucadores de Wall Street que charlan entre ellos en WhatsApp son anteriores a la pandemia y han involucrado a otras empresas además de JP Morgan. Dos operadores senior de materias primas en Morgan Stanley perdieron sus trabajos el año pasado por no dejar de usar ese tipo de comunicaciones. Es casi seguro que otros bancos se enfrenten a problemas similares.
Pero es difícil ver cómo trabajar desde casa reducirá las oportunidades de enviar mensajes de texto prohibidos a los colegas. La práctica tampoco fomentará necesariamente el cumplimiento de las leyes sobre tráfico de información privilegiada o las políticas corporativas que tienen como objetivo prevenir el hostigamiento o el acoso sexual.
Los banqueros te dirán que se embarcaron en trabajar desde casa igual que Donald Rumsfeld dijo que fue a Irak, conscientes de que existían “incógnitas conocidas” que podían socavar la misión. Sobre la marcha redoblaron sus esfuerzos para mejorar el riesgo, la auditoría y otros controles que buscan evitar desde la holgazanería hasta que los empleados fuera de la oficina robaran todo.
Lo que no pueden decir es si lo han logrado. La esperanza abunda porque Wall Street esquivó una bala tras otra durante la pandemia y parece que los precios solo suben, pero un ejecutivo de la industria me confesó que el veredicto final sobre trabajar desde casa puede tardar años.
Esperar a que se desarrolle el proceso puede ser difícil para los directores ejecutivos de mayor edad, que encabezan los llamados a regresar a la oficina. No estoy diciendo que merezcan compasión, solo comprensión. Muchos crecieron en un Wall Street menos burocrático y más personal, donde interactuaron con sus jefes y se acostumbraron a esas relaciones.
El economista Henry Kaufman, un antiguo miembro del comité ejecutivo de Salomon Brothers, me dijo que a principios de la década de 1980, el amanecer de la revolución de Reagan, un socio de su firma se sentaría en cada gran mesa de operaciones para asegurarse de que nadie estuviera haciendo nada tonto.
Ese tipo de toque personal se desvaneció cuando empresas como Salomon se deshicieron de sus estructuras de asociación y fueron absorbidas por bancos más grandes con negocios de operaciones bursátiles computarizados de alta velocidad. Ahora, dice Kaufman, “los dueños del negocio son accionistas, que están afuera en algún lugar y son desconocidos”.
La máxima apuesta de Wall Street es que la automatización salvará el día, creando pistas de auditoría que harán que el fraude o la malversación sea más difícil de encubrir. Al acecho en segundo plano está la promesa de la tecnología blockchain y los protocolos financieros descentralizados que amenazan con eliminar por completo a los intermediarios humanos.
Es casi curioso que tantos jefes de bancos todavía quieran ver a sus empleados a los ojos. Por otra parte, tal vez sepan algo que el resto de nosotros no sabe.