Para el grupo de “voluntarios” del virtual presidente electo de EU, es necesario desmantelar el aparato del Estado para ponerlo al servicio del desarrollo y la generación de riqueza
La victoria de Donald Trump representa muchas cosas que cambiarán el mundo. Una de ellas es la unión del tecnodeterminismo y el libertarismo. En el mundo de esta nueva administración, la línea entre Milton Friedman y los multimillonarios tecnológicos como Elon Musk, Peter Thiel, Marc Andreessen y Mark Zuckerberg se difumina en una filosofía que tiene el objetivo de terminar con todas las restricciones a los mercados.
El grupo de “voluntarios” tecnolibertarios de Trump -como Musk lo expresó de manera un tanto hipócrita, dado que Tesla y SpaceX reciben más fondos federales que NPR- creen que se los debe dejar solos para que sigan adelante con el desmantelamiento del aparato del estado al servicio del desarrollo de la eficiencia y la generación de utilidades. Este último objetivo ya se logró, al menos para la gente de Silicon Valley: el valor de la inteligencia artificial, las criptomonedas y cualquier negocio vinculado a Musk se disparó desde las elecciones.
Pero de ninguna manera Estados Unidos es el único lugar en el que los señores digitales ejercen una influencia indebida. La semana pasada, Musk anunció que los parlamentarios del Reino Unido “serán convocados a los Estados Unidos de América para explicar su censura y las amenazas a los ciudadanos estadunidenses”. Esto se produjo después de un llamado del miembro del parlamento laborista Chi Onwurah, presidente del comité selecto de ciencia y tecnología de la Cámara de los Comunes (y un ingeniero de telecomunicaciones), para que Musk presente testimonio sobre la difusión de desinformación antes de los disturbios del Reino Unido en agosto pasado.
Gracias a Dios alguien tiene las agallas de enfrentarse a las grandes compañías de tecnología. Peter Kyle, el secretario de ciencia y tecnología del Reino Unido, metió la pata este mes cuando opinó que países como Gran Bretaña deberían interactuar con las compañías globales de tecnología más poderosas como si fueran un estado nacional. Los gobiernos deberían mostrar un “sentido de humildad” y usar el “arte de gobernar” cuando tratan con empresas como Google, Microsoft y Meta, dijo.
Si hemos aprendido algo desde mediados de la década de 1990, es que ser cauteloso y humilde no es la forma de tratar con las grandes compañías de tecnología, que juegan con sus propias reglas, para su propio beneficio. Mientras Trump construye su nueva administración, los avances han sido estupendos. Observemos cómo Palantir se hace cargo del complejo militar-industrial, el bitcoin se eleva a nuevas alturas, X sigue favoreciendo a los republicanos frente a los demócratas y la riqueza de la clase tecnolibertaria se dispara. Como dijo Andreessen en un podcast recientemente, la victoria de Trump se siente como “que se alivia la presión. Cada mañana me despierto más feliz que el día anterior”.
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El sueño de un mundo impulsado por la tecnología y libre de todas las restricciones gubernamentales existe al menos desde que existe internet. La desregulación de Ronald Reagan lo ayudó, pero también lo hizo una actitud de laissez-faire hacia el desarrollo de internet para el consumidor en la década de 1990 bajo Bill Clinton. Otorgó la ahora tristemente célebre exención de responsabilidad de la “sección 230” para la ola de nuevas puntocom que aparecieron en Silicon Valley.
Jonathan Taplin escribió el profético libro de 2023 The End of Reality: How Four Billionaires Are Selling a Fantasy Future of the Metaverse, Mars and Crypto (El fin de la realidad: cómo cuatro multimillonarios venden un futuro de fantasía del metaverso, Marte y las criptomonedas) sobre Musk, Thiel, Andreessen y Zuckerberg. Traza una línea directa entre la era Clinton/Gore, Musk y los comentarios de Kyle.
“Creo que los oligarcas tecnológicos ya están al mando”, dice. “Después de todo, son las entidades que construyen la infraestructura de computación en la nube e inteligencia artificial para los estados nacionales, los cables submarinos que alimentan el comercio y la comunicación digitales, los drones militares y la tecnología satelital que son cruciales para la defensa y, ahora, los nuevos sistemas monetarios internacionales que bien podrían estar en el corazón de la próxima crisis financiera”.
Pero el control cognitivo de los responsables de la formulación de políticas y del gobierno por parte de las grandes compañías de tecnología solamente es una parte del problema. En los últimos años, el tecnolibertarismo se ha combinado con la proliferación de dominios extraterritoriales -puertos francos, paraísos fiscales, zonas económicas especiales e incluso ciudades de administración privada- en los que los titanes digitales y los que quieren ser como ellos pueden escapar de los límites de la democracia. Una serie de libros recientes, desde Crack-Up Capitalism de Quinn Slobodian hasta The Hidden Globe de Atossa Araxia Abrahamian, describen las formas en que estos lugares canalizan la riqueza de los países ricos a los pobres sin la molestia de los impuestos o las normas y regulaciones locales.
Gran parte del dinero y de la gente de esos lugares proviene de Silicon Valley. Pensemos en Próspera, una ciudad privada en Honduras, financiada en parte por fondos respaldados por Andreessen, Thiel y Sam Altman. En este caso, las empresas pueden crear sus propios marcos regulatorios, los empresarios pueden realizar ensayos médicos absurdos sin cumplir con las normas de la Administración de Alimentos y Medicamentos de EU (FDA, por sus siglas en inglés) y los ciudadanos están protegidos de la delincuencia (aunque presumiblemente no de los delitos de cuello blanco) por una empresa privada de guardias armados. Su objetivo lo dice todo: “construir el futuro de la gobernanza humana: de dirigida de forma privada y con fines de lucro”.
Es posible que ese también sea el mantra de la administración Trump. Pero los inversores deberían recordar que el tecnolibertarismo a menudo alcanza su punto máximo antes de una caída. En 2006, Richard Haass, ex funcionario del Departamento de Estado de George W. Bush, escribió un artículo en el que argumentaba a favor de elevar a las corporaciones a un estatus cercano al de estados nacionales. Empresas como Microsoft y Goldman Sachs tenían un papel que desempeñar en las “deliberaciones regionales y globales”, a medida que se erosionaba el “poder casi monopólico” de los Estados.
La gran crisis financiera hizo que esa noción pasara de moda y fuera políticamente tóxica, al menos por un tiempo. Ahora, estamos a punto de ver cómo se ve el poder monopólico privado disfrazado de gobierno. Me pregunto cuánto durará el sueño -o quizás la pesadilla- antes de que el mundo despierte nuevamente.