John Maynard Keynes vio venir los problemas comerciales actuales. Ya en 1944, en Bretton Woods, abogó por un sistema de comercio global que se centrara en los desequilibrios persistentes entre países con superávit y deficitarios, en lugar de vigilar las infracciones comerciales puntuales. Lástima que eso no sea lo que tenemos.
Como la decimotercera conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio comienza hoy, sospecho que la conversación seguirá pequeña y tecnocrática. Esto pasa por alto el problema central, que es que los desequilibrios a largo plazo entre los países deficitarios y los que tienen superávit crearon una economía y una política insostenibles en todo el mundo.
Arreglar esto requiere más que ajustes graduales; exige una reorganización radical del sistema de comercio global. Michael Pettis, investigador principal y economista de Carnegie Endowment, defiende esto en un nuevo artículo que se basa en las ideas de su libro de 2020, del que es coautor, Trade Wars Are Class Wars.
Los países deficitarios, en particular Estados Unidos, Reino Unido, Australia y Canadá, no han tenido más remedio que equilibrar la pérdida de empleos de fabricación con un exceso de deuda, algo que tiene como resultado economías financiarizadas frágiles.
Mientras, los países con superávit —sobre todo China, Taiwán, Corea del Sur y Alemania— consiguen empleos, pero siguen atrapados en una demanda interna débil porque los hogares subsidian directa o indirectamente la fabricación.
Para aceptar que los desequilibrios persistentes son en realidad un problema (en lugar de una evolución natural a medida que las economías avanzadas se alejan de la fabricación) debemos reconsiderar algunos puntos de vista arraigados sobre el comercio.
Para empezar, el economista británico del siglo XIX David Ricardo, quien fue el primero en proponer la idea de “ventaja comparativa”, nunca imaginó un mundo en el que la fabricación subsidiada por estados extranjeros dejaría a los consumidores internos incapaces de absorber la producción nacional. Para él, la ventaja comparativa significaba cambiar telas por vino, no deshacerse de los bienes comunes industriales.
Los economistas pueden deducir de Ricardo que Estados Unidos o partes de Europa tienen una desventaja comparativa en el sector de fabricación, mientras que partes de Asia tienen ventaja, pero eso es una malinterpretación fundamental del concepto. La ventaja comparativa del siglo XIX no se basaba en una política industrial que transfiriera dinero globalmente de los consumidores a los productores. El objetivo de las exportaciones era maximizar el valor de las importaciones y no, como dice Pettis, a “externalizar las consecuencias de la supresión de la demanda interna”.
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Del mismo modo, si bien muchos economistas tradicionales suponen que el dinero extranjero que fluye hacia dólares de EU debe reducir las tasas de interés y financiar la inversión estadunidense, este no ha sido el caso durante décadas. Esto se debe a que está fluyendo hacia países donde la inversión empresarial se ve limitada por la demanda. Consideremos, dice Pettis, que gran parte del dinero extranjero que fluye hacia EU va a parar a los activos de empresas multinacionales que almacenan ese dinero en lugar de invertirlo.
Por supuesto, se puede aumentar la demanda interna con una política industrial que incentive ciertas industrias, como la de fabricación. Eso es lo que en este momento hace la administración del presidente Joe Biden. También se pueden encarecer las importaciones baratas, como puede hacer Donald Trump con aranceles mucho más altos, si gana un segundo mandato.
Pero ninguna de esas soluciones es óptima, en parte porque obligan a cada país a actuar por su cuenta. Un plan más eficaz es que los principales países deficitarios se unan para obligar a las naciones con superávit a dejar de imponer sus opciones económicas al resto del mundo.
Eso probablemente significa una estrategia conjunta respecto a los aranceles, los controles de capital y el friendshoring (la deslocalización a países amigos o aliados), de modo que nadie tenga que reconstruir por sí solo todo el patrimonio industrial común.
Hasta aquí todo es panglosiano, pero la alternativa es que EU siga adoptando un enfoque unilateral para reajustar el sistema de comercio global. Hemos visto cómo las medidas contra el dumping del acero y aluminio chinos se han transformado en preocupaciones sobre minerales críticos, vehículos eléctricos y transporte y logística, lo que pone en tela de juicio no solo las prácticas comerciales desleales, sino también preocupaciones sobre la seguridad de los puertos y otras infraestructuras críticas.
La administración Biden destinó la semana pasada miles de millones de dólares a la fabricación nacional de grúas de carga, para contrarrestar el temor a que los piratas informáticos exploten el software de las grúas chinas. Aunque los funcionarios chinos calificaron los temores de “paranoia”, vale la pena señalar que muchos de los puertos, transportistas y agentes de embarques del mundo, así como algunas terminales de EU, utilizan una plataforma logística china llamada Logink, cuya fabricación fue subsidiada por Pekín y es gratis para fomentar su uso global.
Según un informe de 2022 de la Comisión para la Revisión Económica y de Seguridad entre EU y China, la plataforma permite a Pekín acceder a “datos sensibles, incluido el transporte comercial de carga militar estadunidense, información sobre las vulnerabilidades de la cadena de suministro e información crítica sobre el mercado. Esto puede ayudar a las firmas chinas a competir en condiciones de desigualdad en el sector de la logística de terceros, que asciende a casi un billón de dólares”.
Si pensaban que los conflictos comerciales en bienes físicos eran disruptivos, consideren lo que ocurre cuando le sumas la preocupación por los subsidios de Pekín, que permiten al Partido Comunista Chino controlar el transporte marítimo mundial. Supongo que temas de este tipo, y los problemas sistémicos que los causan, no serán prioritarios en la agenda de la OMC. Deberían serlo.