Olvidar economía afgana pasa factura a Occidente

Civiles ven la deshonestidad como la gran traba; detestan a talibanes pero, aceptan, no son corruptos

Soldados de Estados Unidos durante la evacuación de Kabul. Reuters
Martin Sandbu
Londres /

Después de la caída de Kabul, hay una fuerte tentación de considerar el fracaso de la intervención de 20 años de Occidente en Afganistán como algo predestinado. “No hay solución militar” a los desafíos del país, dice una versión de este análisis. Es cierto: no vas a ganar definitivamente una guerra en la que no puedes ganar la paz. 

Pero hay un fatalismo similar acerca de la posibilidad de que se hubiera podido ganar alguna vez la paz en Afganistán. Es una sociedad demasiado tribal y tradicional como para que alguna vez se convierta en una democracia funcional, dicen algunos. “La construcción de una nación” por parte de forasteros siempre está condenada al fracaso, dicen otros.

Construir una nación es, sin duda, el trabajo de las personas a las que les pertenece. Sin embargo, construir un Estado y economía funcional es algo que Occidente no solo pudo hacer, sino que tenía la obligación de hacerlo después de expulsar a los talibanes en 2001. La triste realidad es que nunca lo intentamos en realidad. 

Si bien el ingreso per cápita de Afganistán es más alto actualmente que en la década de 1990, se mantiene sin cambios en alrededor de 600 dólares en la última década, de acuerdo con el Banco Mundial. Como señala el economista Jeffrey Sachs, el gasto de Estados Unidos en desarrollo económico en el país se ve muy pequeño en comparación con el gasto militar, e incluso lo que se dedicó teóricamente a la reconstrucción se destinó en gran medida a la seguridad. 

Unas estructuras de Estado y una actividad económica resilientes requieren de un entorno estable y seguro, pero la dependencia va en ambos sentidos. Un Estado y economía que funcionen bien para el pueblo afgano habría hecho que el gasto militar fuera mucho más eficaz, dándole a las fuerzas afganas algo por lo que valga la pena luchar y a los talibanes un terreno menos fértil para el reclutamiento.

Algo más importante, no es “que no se trata tanto de cuánto dinero gastas, es cómo se gasta el dinero”, dice Sarah Chayes, quien pasó una década en Afganistán como asesora para el liderazgo militar estadunidense y escribió un libro sobre la corrupción allí. Esa corrupción, que socava la lealtad y alimenta el fracaso económico, al final también causó un fracaso militar. 

“La gente me decía constantemente que el régimen de los talibanes era autoritario en formas que detestaban, pero no era corrupto”, dice Chayes. Otras investigaciones respaldan eso. De acuerdo con una encuesta de Integrity Watch Afghanistan que realizó el invierno pasado, “más de la mitad de los ciudadanos cree que los niveles de corrupción es menor en áreas controladas por los talibanes que en áreas controladas por el gobierno”.

En el mismo informe se estima que la cantidad total de sobornos que pagaron los afganos a los funcionarios del Estado fue de 2 mil 250 millones de dólares. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito reportó en 2010 que los sobornos ascendieron a 2 mil 500 mdd en un año, casi una cuarta parte del producto interno bruto formal del país. “Los encargados de hacer respetar la ley son considerados los más culpables de violarla”, se señaló en el informe.

Decir que resaltar la corrupción equivale a culpar a los afganos es algo errado. La corrupción del Estado afgano se debe a sus garantes financieros y de seguridad: la coalición liderada por EU

“Teníamos todo el poder”, dice Chayes, “y casi obstinadamente aplicamos y permitimos esa corrupción”. Esto se hizo al canalizar fondos a través de intermediarios preferidos, al interactuar solo con personas en puestos de autoridad e intimidar así a los afganos para que no denunciaran los abusos, y al no lograr establecer verdaderos controles y contrapesos, como la capacitación de una policía independiente en técnicas de investigación. 

Dicho brutalmente, el Estado corrupto fue una creación del poder estadunidense. El propio inspector general especial del Congreso de EU para la reconstrucción de Afganistán dice lo mismo: la falta de paciencia llevó al gobierno de EU a tomar “decisiones que aumentaron la corrupción y redujeron la eficacia de programas… cuando los funcionarios estadunidenses reconocieron esta dinámica, encontraron nuevas formas de ignorar las condiciones en campo”.

Decir ahora que el esfuerzo por construir un Estado afgano que funcione siempre estuvo condenado al fracaso es una perversa reducción de responsabilidad. EU y sus aliados pudieron actuar de manera diferente, distribuir dinero como pagos individuales en efectivo en lugar de instalar guardianes locales a los recursos, introducir mecanismos sólidos de transparencia, seguimiento y supervisión, imponer sanciones a funcionarios corruptos en todos los niveles.

El drama de la última semana puso de relieve el final de lo que algunos llaman una guerra imposible de ganar, señalando la historia ignominiosa de intervenciones extranjeras en Afganistán. La verdadera ignominia es la falta de atención de Occidente durante 20 años de una paz que se puede ganar.


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