Por: Ana De Luca
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
¿Qué evidencias más contundentes y pedagógicas podríamos tener de la magnitud de la crisis que la tristeza, la angustia que nos provoca la incertidumbre de nuestro futuro, la incomodidad y el malestar cotidiano de saber que humanos y naturaleza agonizamos, sabernos en un mundo en el que la hostilidad se ha vuelto ya el sentido común de nuestros tiempos? El cuerpo es la medida de la crisis, una suerte de termómetro, un símbolo, una representación brutal de la crisis. Pensarlo así significa, por una parte, reflexionar sobre el impacto de la crisis en nuestra salud física y mental, el deterioro de nuestras condiciones de vida, la precarización de nuestras vidas y, sobre todo, la de las de las mujeres que nos procuran los cuidados que hacen nuestra existencia posible y que nos rescatan de la orfandad y, a cambio de lo cual reciben violencia, exclusión, desolación y miserias. Pero, por otra parte, pensar en la dimensión corporal de la crisis supone un replanteamiento y una reinvención de la forma en que hemos pensado el cuerpo. Implicaría recrear nuestros cuerpos, recuperar su poder, visibilizar nuestra relación con otros cuerpos humanos y no humanos. Recordemos que el cuerpo es el gran topos de la acción y el deseo, y es desde ahí, como el centro de toda posibilidad, que podemos trascender la desolación e imaginar nuevos mundos de esperanza.