Por: José Ignacio Lanzagorta García
Ilustración: Adrián Pérez, cortesía de Nexos
Me gusta imaginar que a mediados del siglo XIX, en alguna sobremesa con presuntuoso y arribista aire aristocrático en las élites capitalinas, alguien letrado en los diarios de viaje de su siglo habría ilustrado al convite enalteciendo la ciudad que, justo en ese tiempo, planeaba sus primeras expansiones y repartos fuera del perímetro colonial. ¡Roma es muy bella, pero qué me dicen de nuestra Ciudad de México! ¡Ya decía el inglés Charles Latrobe en sus cartas que la Ciudad de México es la ciudad de los palacios! Pero, claro, ¿a quién le resonaría ese nombre, Charles Latrobe, si no a un puñado de exquisitos o, con suerte, a quienes lo hubieran conocido? Los invitados habrían quedado complacidos por el encanto que despertó la Ciudad de México en la mirada de otro europeo más que visitó el país, y tal vez solo podrían retener el elogio y ya, pero no a su autor. ¿Cómo volver a contar el cuento en la siguiente cena si no era atribuyéndole la cita a alguien realmente conocido, a alguien que sí despertara suspiros, a alguien que le confiriera más distinción a la cita que el simple hecho de la que se le brinda gratuitamente a cualquier europeo? Tal vez de ahí brotaría el lugar común de que fue el barón Alexander von Humboldt el que la habría bautizado así: la ciudad de los palacios.