¿Qué es lo que hacemos todos los días? ¿En qué consiste nuestra cotidianidad?
Nos ocupamos. Nos ponemos a trabajar ya sea por necesidad, por contrato o porque nos gusta hacer tales y cuales cosas. Pero alrededor de estas actividades principales, hay otras, digamos, secundarias. Pasatiempos, deportes, juegos virtuales, etcétera. Pero hay más: los ritualitos. Éstos consisten en breves interludios cargados de significado que de alguna manera validan nuestra existencia.
La mayoría de las personas no se fijan mucho en el significado del día a día. Metidos en rutinas y en los adictivos encantos creados por las series de plataformas digitales, no reparan en el ciclo diario al que están sometidos. Sentimos una especie de adormecimiento, de extraño placer al saber que al día siguiente tendremos un trabajo o alguna actividad que realizar. Eso nos reconforta. Y así pasamos años y años, acumulando recuerdos, evolucionando. No advertimos las permutaciones profundas que experimentamos con el paso del tiempo porque, por un lado, no queremos afrontar esta sucesión de hechos y aceptar que nos estamos desbaratando, que todo nuestro sistema va perdiendo eficiencia, que nos vamos transformando en seres melancólicos, y, eventualmente, nos abandonamos a nosotros mismos y, por otro lado, el ataque constante de estímulos electrónicos no nos permiten concentrarnos en cosas más trascendentes.
Pero así está construido el tejido funcional de nuestra civilización. Quizá necesitemos estos rituales y eventos diarios para entrar en sintonía con las revoluciones celestes. Tal vez estemos atrapados en nuestro propio sopor y no encontramos otra manera de resolverlo más que entregándonos a los mesmerizantes procesos de entretenimiento y dispersión.
Nos alcoholizamos, drogamos, entramos en estados de trance, meditación y contemplación, necesitamos salir de la experiencia sensorial y orgánica de nuestros cuerpos a través de la acción de sustancias psicotrópicas, de la enajenación religiosa, del deporte obsesivo. Es imperioso dejarnos arrebatar para abstraernos hacia ensoñaciones embebidas de fantasía, de proyecciones, deseos, oscuras y profundas pulsaciones psicógenas, de pretensiones y supuestos, de lúdicas maquinaciones y estrambóticas ilusiones. Y todos estos viajes alterados nos llevan a creer que realmente existe algo más, una realidad que solo es accesible a través de las presiones ejercidas sobre el sistema nervioso central.
Pero tal efecto no es cierto. Seguimos atrapados en las rotaciones cósmicas y en nuestros aburridos y soporíferos días, en nuestras vidas sin sentido y en nuestros pusilánimes intentos y patéticas procrastinaciones.
Estos pequeños, fugaces, insignificantes e inconsecuentes mundos cotidianos que habitamos y dentro de los cuales nos imaginamos como importantes e imprescindibles protagonistas, nos hacen creer que estamos destinados a cosas grandiosas y memorables, cuando en realidad, el tiempo se encarga de borrarnos por completo. Todo es una quimera; nunca hemos ido más allá de nuestras capacidades, solo nuestros sueños han viajado tan lejos y a sitios insospechados e imposibles. Nunca seremos más de lo que podemos ser, por más que nos empeñemos en convencernos a nosotros mismos de tal ilusión.
Nuestras vidas no son más que simulaciones de nuestros delirios por trascender. Hemos llegado al límite de nuestras posibilidades, y nuestras acciones dejan rastro claro de nuestros límites. Ambiciones, solo eso. Deseos truncos.
Lo único que nos queda es la imaginación.
Es la droga perfecta. Ahí podemos ir a donde sea y creernos lo que queramos.
Adrián Herrera