Mi tío Carlos siempre disfrutó creer en cosas del más allá. Vivía en Houston y cuando venía de visita, él y mi mamá pasaban horas conversando sobre cosas de la Iglesia, apariciones, exorcismos y así. En aquel tiempo aquellas charlas me parecían de lo más divertido; yo estaba en tercero de secundaria y ya había dejado atrás la religión y me concentraba en la ciencia. Pero escuchar a dos adultos contar historias sobrenaturales y además creer que eran ciertas me resultaba intrigante.
Mis hermanas mayores se casaron y en su recámara quedaron algunas de sus cosas: ropa, libros, un radio y otros objetos que mi mamá no quiso tirar por nostalgia. “La recámara de las niñas”, como le decía ella, tenía sus misterios, sus ecos de otra época, su historia escondida, dormida. Usada ya como bodega, me gustaba meterme ahí, husmear y ver si me encontraba algo interesante. Pues un día apareció. En el rincón más inaccesible de la parte superior del clóset una Ouija desteñida y empolvada clamaba ser usada para invocar a los muertos. Y así ocurrió: al día siguiente le hablé a mis cuates, acondicionamos un oráculo en la terraza, encendimos velas alrededor, pusimos discos de Iron Maiden y Black Sabbath y bromeamos con los muertos. Sí, lo intentamos, pero ellos nunca respondieron. Quizá la música no fuera de su agrado, vaya usted a saber. El caso es que la muchacha que ayudaba con las tareas de la casa presenció el aquelarre y prontamente se lo reportó a mi mamá. Las consecuencias no tardaron en manifestarse: recibí merecida amonestación, me fue retirado el artefacto paranormal, lo guardó en la misma parte del clóset donde había estado en letargo durante años y el asunto quedó cerrado. O por lo menos eso creí. Un año después mi hermano comenzó a escuchar ruidos extraños en la casa; a eso se le sumó la mucama, que aseguró ver extraños fulgores e inquietantes sombras, y yo, para agregarle emoción al negocio, aseguré haber sentido una presencia misteriosa. Concuerda esto con la visita de mi tío Carlos; mi mamá le compartió nuestros testimonios y luego de una exhaustiva búsqueda de motivos y posibilidades, dieron con la dichosa Ouija. –Creo saber lo que ocurre aquí –dijo Carlos–; ese artefacto es una puerta a una dimensión que no nos corresponde y está generando los fenómenos. Todos estuvieron de acuerdo y pronto se hicieron los preparativos. Con la ayuda de la mucama, que era de Veracruz y estaba versada en temas del más allá, sacaron al jardín velas, agua bendita, un crucifijo, incienso, la estampita de una Virgen, la imagen de Tomás de Torquemada y la escultura en piedra de San Francisco, que siempre estaba en la terraza como Aluxe vigilante y fiel, pero que a mí siempre me pareció más a la estatua de Hugo de la película ***El Libro de Piedra***. Sacaron rosarios y escapularios, colocaron la venerable Ouija en una especie de altar siniestro y tan pronto comenzaron las letanías le prendieron fuego. Los rezos, el trance y el aroma de la Ouija quemándose con el incienso y las velas crearon un ambiente catártico, auténticamente medieval. Al fondo, el inquisidor mayor sonreía, satisfecho, mientras a la mucama se le iban los ojos, como percibiendo otra realidad que no era esta.
Al final limpió los restos del ritual de purificación y todos salieron convencidos que se había resuelto el problema y que la casa volvería a su habitual santidad y armonía.
Y sí: nadie volvió a ver o a sentir cosas raras. Dios es grande.
Meses después regresé a la recámara de las niñas a ver si encontraba algo que valiera la pena. Subí a la parte superior del clóset y grande fue mi sorpresa cuando vi, intacta y en su caja original, la misma Ouija que mi mamá y mi tío habían quemado aquella noche.
chefherrera@gmail.com