Pensar que podemos romper una regla por una consideración moral o ética es peligroso porque las cosas se vuelven netamente subjetivas y se pierde el control
Le voy a mostrar dos escenarios. Ambos ocurrieron en el supermercado (soy cocinero, me la vivo en tales sitios). Y en ambos casos hubo faltas de criterio y de lógica que vamos a revisar. Caso 1. Haciendo fila en la caja rápida (no más de 15 artículos). Una señora va enfrente, trae el carrito atascado de cosas. La cajera le indica que esa es una caja rápida y que sus artículos exceden el máximo permitido. La señora argumenta que no había nadie en esa caja cuando llegó y como las otras cajas estaban con muchas personas, decidió pagar ahí. La cajera vacila entre acceder o negarse a cobrarle. Entro yo: le indico a la cajera que no debe cobrarle a la señora y que yo tengo menos de 15 artículos y quiero que me cobre. La señora insiste en que no había nadie haciendo fila y por eso se metió. Le explico que la caja tiene un letrero arriba que dice bien claro que no se permiten más de 15 artículos. La señora hace un berrinche tremendo nos insulta y se larga, dejando el carrito en la fila. ¿Dónde está el error? Fácil: el argumento está equivocado. Asumir que se puede ignorar la regla solo porque a ella le conviene es pasar por alto los intereses comunes. Es como estacionarse en un espacio para tullidos solo porque no está siendo ocupado en ese momento. Y vaya que la gente lo hace, todos los días.
Caso 2. Esto ocurrió ayer, precisamente. Otra vez hago fila en la caja rápida. Detrás de mí viene un tipo con una bolsita con cuatro manzanas. La cajera me pregunta si puedo dejar pasar al tipo de las manzanas, argumentando que solo trae ese artículo. –No esta es una caja rápida, hice fila y tengo menos de 15 artículos–, contesto irritado. Se enoja la cajera y se enoja el tipo de las manzanas. El error aquí es clarísimo: no importan cuántos artículos sean los que lleves, mientras no se exceda la cuota máxima (15), luego el argumento de darle prioridad a una persona solo porque lleva menos artículos que los demás es falaz. No se puede discriminar al cliente por llevar más artículos que otros clientes en la misma fila. Además, estamos en un supermercado, no es una iglesia ni es una fila para andar haciéndole favores a nadie ni para experimentar con conductas cívicas decimonónicas. Asumir que debemos ser caballerosos o educados en una situación que ni lo requiere ni viene al caso, es un despropósito y un sinsentido. Mañana van a querer que le deje mi lugar en la fila del banco a una persona porque se siente triste, porque se le murió su mamá o porque, sencillamente, yo tengo que comportarme de una manera que le convenga a alguien más. Para eso están las filas especiales y los espacios para discapacitados, viejitos y embarazadas, no para pendejos con una bolsita con manzanas ni para señoras berrinchudas que les vale madre lo que digan las reglas e indicaciones de un establecimiento.
No podemos ni debemos pensar de esa manera, porque entonces las cosas se vienen abajo. Pensar que podemos romper una regla por una consideración moral o ética es peligroso porque entonces las cosas se vuelven netamente subjetivas y se pierde el control. Es como argumentar que como no venían carros en un cruce de avenidas, me puedo pasar el semáforo en rojo. Sí se puede y sí se puede justificar por el hecho de que no vengan autos, pero ¿qué pasaría si por un error del conductor de pronto sale otro vehículo que sí tiene el paso o se atraviesa un peatón y ocurre un accidente?
Todos queremos ser tratados de manera específica, especial, distinta. Todos sentimos que la sociedad o la vida nos debe algo y que tenemos este derecho natural a hacer lo que nos salga del forro de las pelotas, por encima de los intereses de otros, por encima de décadas o siglos de ir conformando y actualizando leyes. Esto no es sobre permitirle el paso a una dama en la calle, o abrirle la puerta o ayudarle a un ciego a cruzar la calle, aquí de lo que se habla es sobre el respeto a las leyes, a las reglas, a los acuerdos, a un consenso que nos conviene y beneficia a –casi– todos.
Empecemos, pues, con las cosas pequeñas, las de todos los días: ahí está la base de todos los grandes desperfectos legales que nos aquejan y destruyen como sociedad.