Pueblito

Monterrey /

Es un pueblito. No llega a los tres mil habitantes. Hay perros, pero no ladran, están echados, duermen. A veces mueven la cola. No se molestan en ver a las personas: los huelen y oyen. Ni siquiera a las personas que vienen de fuera, como yo; a veces entreabren los ojos y así los vuelven a cerrar y regresan a su estado habitual. Hay aves, cuervos y zanates, principalmente. Es pueblo de montaña en el Altiplano, así que no hay que esperar ejemplares más coloridos ni exóticos. También hay palomas. Palomas las hay en todas partes. Son horribles. Son una plaga. Las de las plazas son las peores. Las personas tienen las ventanas de sus casas abiertas y escuchan música. Unos ven tele. Otros están echados en los sillones y miran el celular. No he visto a nadie leer. Casi no hablan, este es un pueblo silencioso, apacible. No parece que ocurran muchas cosas. Bueno, a las 6 en punto sonaron las campanas de la pequeña iglesia. El sonido es horrendo; imagino que no son campanas de verdad, sino toscos pedazos de acero, o de algún otro metal, colgados de manera espontánea. No suenan a campanas de verdad. Una campana de verdad es cara, es de bronce y no estoy seguro que las sigan fabricando. Eso que escuché no son campanas. Hay una calle con seis cantinas. Seis. Unas están en el piso de arriba. Si te asomas, una luz mortecina baja lentamente, como un bálsamo peligroso, infeccioso, pernicioso. En otro local la luz es roja y sale una música regional distorsionada. En la cantina que sigue el aroma a cerveza fermentada con saliva, orines y tabaco es tan penetrante que puedo entender que en esa cuadra no se vea ningún perro o pájaro vivos. En la última cantina se miran una dama bebiendo sola, un tipo dormido sobre la mesa, el cantinero viendo un partido de futbol y un sujeto en estado transicional que no termina ni de salir del mingitorio ni de entrar al salón. Hay viejitos por todas partes. Casi todos están sentados en las bancas de la plaza o en sillas tejidas a mano. Dicen que las familias los sacan a la banqueta con su silla y un café, para que se entretengan mirando gente. La mayoría no se acuerda de nada, pero parecen estar contentos sentados, viendo gente, viendo a los pocos carros que pasan, mirando las bicicletas y las ocasionales nubes que pasan, aburridas, pálidas, lerdas y deshilachadas. Hay motos. Quienes las montan son jóvenes. Tienen la moda de pintarlas de acuerdo a su personalidad. Unos prefieren colores chillones, neón, llamativos. Otros dibujan sombreros, botas, víboras y alacranes. Otros pintan los logos de sus grupos musicales favoritos y otros más rotulan sus nombres o apodos. Hay gente que camina por las calles, que son sinuosas, empedradadas y empinadas. Laberintosas. Caminan con bolsas en la mano, con una botella de cerveza, con una chamarra, con un encargo, con un martillo, con una cubeta, con una barra de pan. Caminan y se pierden entre las enmarañadas calles y no se les vuelve a ver nunca más. Las campanadas de la iglesia han cesado. El temblor del último tañido va viajando con lentitud a través del pueblo y va cansado, desahuciado, hasta que termina en una vibración muy tenue, casi imperceptible. No veo a mucha gente en la iglesia. De hecho prácticamente no hay nadie. Me asomo. Bueno, si: hay gente. O no estoy seguro. Son siluetas. Están cubiertas con mantas de color oscuro, con esos bordados antiguos que se parecen tanto a los mantelitos de la casa de la abuela. No estoy seguro que sean humanos. Bien pueden ser muñecos de plástico puestos ahí para atraer a las personas, para que crean que aún quedan fieles que acuden al llamado de dios. Un sacristán enciende velas. Hay unas muy grandes, casi del tamaño de una persona. Se tiene que subir a un banquito para prenderlas. Los bultos pseudo humanos siguen ahí, inmóviles, atentos. No veo al párroco por ninguna parte. Se estará cambiando, poniéndose la indumentaria propia del rito.

Salgo de la iglesia con la nariz invadida de cera quemada e incienso. No dejo de pensar en los bultos inanimados que reposan en las bancas de la iglesia. Camino por la plaza principal y veo la fachada del palacio municipal. En la parte de arriba hay un águila tallada, pero está como desfalleciendo, con las alas caídas, parece aferrarse al asta del cual cuelga una bandera roída y descolorida, y ambos luchan por no caer. Los pocos bultos que estaban sentados en las bancas se han ido o se los han llevado. Ya no hay ni motos ni bicicletas. La atmósfera va perdiendo claridad y da lugar a la oscurana. Apenas y se escuchan ruidos. Se encienden las farolas y las sombras comienzan a apoderarse de todo. Ya hay grillos. En un estanque lejano, sapos.

Una brisa que va de fresca a fría baja de las montañas y me estremezco. Las luces de las casas están encendidas, la gente prepara la cena para después conversar un rato y luego irse a dormir. Ah, pero las cantinas, las alegres y ruidosas cantinas, apenas y comienzan a recibir a sus huéspedes, que llegan ahí después de un arduo día de trabajo.

Regreso al hotel. En el cuarto hay una biblia. Siempre hay una biblia. Nunca me he podido explicar eso. Me tumbo en la cama y poco a poco me va perfundiendo el sopor. Me duermo pensando que por la mañana esas horrorosas campanadas me van a despertar de un apacible sueño en un pueblo donde no ocurre absolutamente nada.

Salgo de la iglesia con la nariz invadida de cera quemada e incienso. No dejo de pensar en los bultos inanimados que reposan en las bancas de la iglesia. La atmósfera va perdiendo claridad y da lugar a la oscurana. Apenas y se escuchan ruidos.  Ya hay grillos. En un estanque lejano, sapos.

Una brisa que va de fresca a fría baja de las montañas. Las luces de las casas están encendidas, la gente prepara la cena para después conversar un rato y luego irse a dormir. Ah, pero las cantinas, las alegres y ruidosas cantinas, apenas y comienzan a recibir a sus huéspedes, que llegan ahí después de un arduo día de trabajo.


  • Adrián Herrera
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