Sueño

Monterrey /

Ahora estoy dormido en el transporte urbano. Una maniobra tosca del vehículo me despierta. Alarmado, me bajo sin pensar. Estoy confundido y desorientado

Estoy en un centro comercial. Me incorporo a las escaleras eléctricas. Subo. Enfrente, una persona. Atrás, otras más. Del otro lado la escalera baja. Trae su habitual carga de gente. Algunos me observan. Otros van sumidos en sus celulares. Los que me miran lo hacen como queriendo reconocerse en mí, como intentando establecer una conexión, una comunicación, un punto en común. También hay quienes me miran con la intención contraria: establecer una sospecha, dejarse llevar por los mecanismos de la paranoia, del miedo, del odio. Pronto me doy cuenta que todas estas personas que bajan inmediatamente regresan a las escaleras y suben. Repiten el ciclo. Yo los sigo. Entonces la escalera eléctrica se apaga y nadie sabe qué hacer. Nos quedamos ahí como idos, como en un estado de contemplación misteriosa. Entonces los guardias de seguridad nos llevan amablemente a la puerta y nos quedamos en la calle.

Ahora estoy dormido en el transporte urbano. Una maniobra tosca del vehículo me despierta. Alarmado, me bajo sin pensar. Estoy confundido y desorientado. No tengo idea de dónde estoy. Busco letreros, anuncios, cualquier signo que me indique mi ubicación. Estoy en una parte de la ciudad que desconozco. De cierta manera me es familiar porque es mi ciudad, pero al mismo tiempo me siento un extraño. Hay una banca. Me siento. Hay gente que espera el camión. Unos me observan, me miran fijamente, no quitan su mirada de mí. Sus rostros son inexpresivos y su piel es pálida, como de barro seco y resquebrajado. Me envuelve una sensación de inquietud. Aún estoy desubicado por el sueño. Ni siquiera he visto el reloj. Es tarde y pronto caerá la oscurana. Entonces mi cerebro va despertando y asume el control de las cosas: intento ver dónde carajo estoy para ver la manera de regresar a casa. Con la mente más fresca me subo a otro camión y al caminar por el pasillo buscando asiento noto que, casi al final del autobús, hay una persona dormida. Tiene el mismo corte de barba y cabello que yo, la ropa es idéntica a la que traigo puesta y carga con una mochila igual que la mía. Me quedo paralizado, sujetándome del pasamanos y veo que la gente no me mira, no notan mi presencia.

Llego a la conclusión de que estoy soñando, que me he bajado del autobús y que he vuelto a subirme a él. El sentimiento es perturbador y pienso que aquello es una pesadilla. Pero no puedo despertar de ella y con cada respiración me atrapa, me hunde cada vez más y temo no poder salir de ella nunca. El autobús se detiene. Despierto. Abro los ojos. Respiro hondo. Levanto la cabeza: no hay nadie. Ni pasajeros ni chofer. Me levanto y camino hacia el frente. Estoy aletargado y me tallo los ojos. Se abre la puerta. Una brisa quemante y polvorienta me azota el rostro. Afuera no hay calle ni edificios ni nada: es un llano reseco y pedregoso, un páramo inerte con una atmósfera densa y opresiva. Hay demasiada luz y no se distingue nada en la lejanía. Escucho un pitido constante y muy agudo en mi oído y me cuesta trabajo respirar. Camino unos metros y al voltear hacia atrás, el autobús ha desaparecido. Me encuentro solo en medio de una llanura muerta y desolada. No hay a dónde ir. Caigo rendido y fijo la vista en un horizonte donde no se distingue absolutamente nada. Todo a mi alrededor es igual. He llegado a un sitio donde no hay caminos, dirección o sentido.

Entonces escucho a lo lejos el rechinar de los frenos de un autobús: se detiene, abre la puerta y comienzan a salir personas. El autobús desaparece y ellos se quedan ahí, como idos, contemplando la nada. No se miran entre ellos y tampoco advierten que estoy ahí. Luego de un tiempo, el páramo se llena de gente que no sabe dónde está o por qué se encuentra en ese sitio. Nadie reacciona. Se quedan allí donde están, ni siquiera se mueven. La luz extrema nos ciega y no hay sombras que nos indiquen alguna dirección, un indicador, nada.

Sobre nosotros, el cielo se ennegrece. Empezamos a desmoronarnos.


  • Adrián Herrera
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