Me he dado cuenta que las personas perciben el tiempo de manera distinta. Para unos, todo se acelera y así se andan, hiperventilando, rogando descanso y viendo cómo las cosas pasan a su alrededor como un torbellino. En cambio hay otros que debido a la naturaleza de su trabajo, ven todo de acuerdo a un reloj, un horario, una serie de tareas, ciclos, estructuras socialmente determinadas y de esa manera se adaptan dócilmente a ellas. Pero hay otro tipo de personas que viven netamente ralentizados, idos, abstraídos, estupefactos y casi diría que atolondrados, como viviendo entre espejismos. ¿Será la mariguana? Puede ser. O tal vez así sea su carácter. El caso es que viven más o menos desconectados. Pienso que esta clase de personas pueden llevar vidas más apacibles y felices. Pero me falta una categoría, la de quienes viven con la idea de que el tiempo transcurre y discurre, sí, pero no de manera fluida ni mucho menos constante. Lo ven como roto, desarticulado a ratos, regresando sobre sí mismo para contemplarse, cuestionarse, enloquecer y, finalmente, consumirse. Son estos últimos personajes quienes, en mi mejor opinión, ven las cosas como realmente son.
Hay días en que el tiempo pareciera que deja de funcionar. Se rinde. Algo en su mecanismo interno se trastoca y se detiene. Entonces algo dentro de nosotros se da cuenta y enloquece. No estamos preparados para reaccionar ante semejante sacudida, y respondemos con conductas desquiciantes y hasta alucinatorias.
Y es solo allí, en esos extraños e indescifrables instantes donde las cosas no funcionan como creíamos, queríamos y esperábamos, donde debemos apreciar esa otra cara de la naturaleza, una que se revela, juguetona, de manera estrambótica y que nos guste o nos inquiete, es una faceta de la realidad, sin más.
Los relojes nos calman, por un lado, pero por otro, nos angustian. Nos basamos en ellos ciegamente y hacemos encajar nuestras vidas en sus percutivas y persistentes pautas, y por ello no logramos ver las disonancias y desarticulaciones que nos envuelven.
Así, quiero resumir lo observado: que tenemos en primer lugar a los acelerados, los histéricos, los atrabancados, los ansiosos. Luego vienen los metronómicos y calendáricos, con sus pausas, sus tiempos pactados, sus silencios y obscenas omisiones; después los lerdos, sosos y ralentizados, y terminamos con los esquizofrénicos, los alucinados y descojonados.
Quizá todos tengamos un poco de estos perfiles, puede ser que en cada uno de nosotros predomine una tendencia, pero algo, una fuerza exótica, una sensación, una premonición, nos asalta de pronto y nos envuelve con una inquietud tremenda, algo que no logramos ni aceptar ni asimilar y que nos saca de los supuestos bajo los cuales funcionamos de manera cotidiana.
El caso es que el tiempo no pasa, ni fluye, ni nada por el estilo; de alguna manera ocurre, sí, pero no es pasivo: nos arrastra, envuelve, zarandea y sacude, pero no posee la facultad de condicionar nuestra mente, solo siembra en ella un factor de duda, confusión y desasosiego. No creo que eso que llamamos tiempo se pueda medir propiamente; se miden los movimientos, las rotaciones, expansiones y contracciones, los espasmos termodinámicos, las pulsiones biológicas y los destellos cósmicos. Siento que el tiempo es algo más complejo, profundo y particularmente elusivo. Se muestra a través de una variedad de fenómenos, pero es tan precavido que mantiene su esencia conciliada, inescrutable, envuelta en misterio. De hecho, el tiempo, el que se rehúye a sí mismo, tiende a esconderse, sustraerse en el olvido: le saca la vuelta a la memoria y, apaciguado, se sedimenta en los subestratos más remotos de los recuerdos hasta perderse en ellos y convertirse en un atisbo indistinguible de un recuerdo inocuo.
Lo cierto es que nos vuelve locos.
Y no hay manera de escapar a ese influjo.