Todo bien en el vecindario

Monterrey /

Hay gente que llega en sus automóviles a donde sea que vayan, se estacionan, permanecen ahí dentro, con el auto encendido, y escuchan música, se meten en sus celulares, o simplemente se quedan inmóviles, viendo o pensando en algo, o tal vez en nada. Quizá lo hagan por urgencia de tomar una llamada por que estaban cansados o hartos de manejar o de sí mismos, o porque simple y llanamente, respondieron a un impulso repentino, inexplicable e ineludible.

Los he visto detenerse afuera de sus casas, en la calle o en sus cocheras, y quedarse dentro del auto un buen rato (a veces horas). ¿No sería más cómodo entrar a casa, desvestirse, tumbarse sobre la cama o el sofá y hacer ahí lo que sea que hacen dentro del carro? Puede ser que se sientan más cómodos o seguros en ese comprimido espacio, no lo se. Para mí, el carro posee un valor sólo cuando se mueve. O sea, cuando es capaz de transportarme. Soy práctico. Cuando el auto está quieto, apagado y silencioso, es solo un objeto pasivo y de ornato, como una banca en un parque, un árbol o un anuncio de tráfico.

Nuestros autos personales son tan valiosos. Porque esos vehículos son una potencia latente de escape. Pero pocos logran entenderlo y llevar a cabo tan descabellado plan. Nos llevan y traen de los lugares de los que queremos escapar, pero no los usamos para largarnos.Tengo un vecino que siempre que llega a su casa, ya sea después del trabajo o de donde sea, hace precisamente eso. Se estaciona y se queda ahí dentro, con el motor encendido. Pasa un promedio de entre 20 y 30 minutos. ¿Qué hace ahí dentro? Ni idea. Luego se mete a su casa. Vive solo. No solo vive solo, nadie lo visita. No parece tener ni pareja ni amigos ni familiares. Y si los tiene, no se paran ahí. No hace fiestas ni reuniones y no me sorprendería enterarme de que se la pasa hablando solo. El vecino es un comprador compulsivo, pide muchas cosas por correo y con repartidores de comida. Siempre se queja de que los que entregan los pedidos batallan para dar con su domicilio. Y esto porque su casa no tiene rotulado el número en ninguna parte. Los repartidores, cuando poseen cierta capacidad deductiva, checan los números de las casas de al lado y dan con la casa en cuestión. No he querido decirle que el problema se resuelve rotulando el dichoso número en una evidente y amplia superficie a lado de su puerta principal. Tal vez él ya sepa esto, pero no está dispuesto a comprometer la estética de la fachada, o solo puede ser que le da flojera. El vecino tiene un perro feo. Por lo visto, el único acompañante que tiene. Le compró un arnés y una correa, y cuando llega del trabajo (asumiendo que tiene un trabajo), lo saca y pasea por la colonia. Carga con una bolsita de plástico y unos guantes y recoge las excrecencias que el animalito expele. De regreso las tira en el basurero y él y su feísimo perro se encierran en la casa y no vuelven a salir.

Vivimos en una colonia pequeña y casi todos los vecinos tienen perros. Muchos andan sueltos y merodean despreocupadamente por las calles. Por alguna extraña razón, varios van a la cochera de este vecino y se zurran ahí. Su cochera está abierta y presenta una inclinación ligera. Los zorullos de los perros a veces se quedan adheridos al suelo (cuando tienen una consistencia pastosa, suave y pegajosa), pero cuando salen resecos y granulosos tienden a rodar hasta la calle. En ambos casos, se mosquean. Y los orines se escurren y dejan un rastro pestilente y brilloso. La colonia tiene un grupo de WhatsApp y en él se comentan muchas cosas. El vecino se queja constantemente del asunto de los perros cagándose en su cochera. Exige saber quiénes son los dueños y postea videos de los perros en cuclillas soltando sus digestiones. Nadie responde, nunca. Cuando el vecino llegó a esa casa (no sabemos si es propietario o inquilino), mandó construir un segunda puerta, a dos metros de la puerta principal. Instaló también un sistema de alarmas, iluminación automática y una farola externa súper brillante y molesta. Estamos en una colonia cerrada, con caseta y vigilancia las 24 horas, pero la seguridad es un tema para él. Y en esta colonia no se han reportado robos o vandalismos en más de una década, pero no hay que confiarse. Esa tarde llegó el vecino, se encerró en su auto —como normalmente lo hace—, pero permaneció allí más de lo normal. Como hora y media. Hablaba por el celular. Comenzó a gritar. Ahora golpea el volante. Arranca de un manotazo el retrovisor. Rompe en llanto. Sale, cierra la puerta violentamente. Se encienden las luces de movimiento del porche. Agitado, saca las llaves, abre las dos puertas y se encierra. Hoy no saca al perro a pasear. Se escuchan golpes, objetos impactando superficies, cerámica y vidrios rompiéndose. Hay gritos. El perro ladra histérico, como si se hubiera metido un extraño. De pronto se escucha música y es tal el volumen que las bocinas distorsionan y las ventanas tiemblan. Minutos después todo queda en silencio. Se abren las puertas. Sale el perro, sin arnés, sin correa; el animal echa un vistazo atrás, incrédulo, y corre. Las puertas de la casa quedan abiertas, las luces del porche se han apagado. No se escucha nada. Los gatos se apoderan de la calle y sigilosos, trepan por los árboles, hacen sombras con la luz de las luminarias, se escabullen entre los jardines y se esconden debajo de los autos. Un perro ladra lejos, apenas se escucha.


  • Adrián Herrera
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