El demonio de la conciencia te visita una noche y en lo más profundo de tu sueño te zarandea y pregunta algo inquietante: ¿Qué valor tiene tu vida y lo que has hecho hasta ahora? De pronto se desvanece y te deja ese molesto vacío que, al despertar, persiste en vívido recuerdo que te acecha constantemente.
Tu vida, ¿por qué valió la pena vivirla? No importa la edad que tengas. Haz un recuento de lo vivido, evalúa tus logros, piensa si viviste de acuerdo a tus ideas o principios o si viviste como un atarantado.
Hay dos vertientes aquí: la que sostiene que lo importante en la vida es lo que uno hace y logra, y aquella que defiende que lo relevante es cómo se vivió y cómo nos sentimos la respecto. A esto último debo argumentar que uno siempre va a presentar esta tendencia a hablar bien de sí mismo y que siempre tendremos esta idea de que todo lo que hicimos –o lo que dejamos de hacer– fue bueno. Pues no. Es fácil y predecible hacernos pendejos a nosotros mismos (y hacerle creer a otros lo mismo) para no admitir y confrontar los fracasos que tuvimos o los triunfos que pudimos haber logrado pero que, por falta de carácter o decisión, quedaron a medias o de plano nunca se intentaron. La realidad es dura, fría, contundente e irreversible: lo que hicimos y lo que no, define nuestras vidas.
Vértigo. Después de cierta edad las cosas se aceleran. Ya no hay tiempo que perder. El ocio, con todas sus potencias y latencias de crear momentos que lleven a la lucidez para tener epifanías o episodios de descubrimiento, ya ha tenido su momento, y ahora no podemos darnos el lujo de entregarnos a él. De hecho se transforma en una tentación perniciosa. “Nunca es tarde”, reza el dicho. Falso: es más tarde de lo que te imaginas.
¿Acaso debemos probar algo, demostrar que somos capaces, virtuosos trabajadores o que tenemos que dejar un legado, algo útil, algún ejemplo quizá?
No podría afirmarlo. Yo actúo como me enseñaron, pero también de acuerdo a lo que he asimilado, conjeturado, eliminado y aceptando cosas conforme lo que he ido viviendo y sintiendo. Así voy envejeciendo. Pero tiendo a pensar y actuar de acuerdo a ciertos principios elementales, aquellos que establecen que debemos aportar algo a nuestra sociedad, porque así es como crecemos y nos beneficiamos todos. Por eso es que a veces siento desprecio por estos huevones adictos al onanismo y al ocio perpetuo, y que no logran nada porque no les importa o porque nadie les enseñó que no deben malgastar su tiempo y su vida haciéndose pendejos. Somos una especie gregaria: nuestro éxito como civilización fue precisamente ese: haber creado enlaces, conjeturas, alianzas y relaciones simbióticas que generaron estos progresos –en todos los ámbitos– que hoy disfrutamos. Y aquí estamos. Y no gracias a estos inútiles zombificados –que siempre los habrá– y para que les sirva de ejemplo y aprendan que aquí no vivimos gratis y que hay que aportar algo, por más discreto que sea, pero algo, coño.
“¡A la mierda todo y que cada quien haga lo que quiera!”, gritan estos desordenados ingobernables. No hay que pensar de esa manera. Ya hemos tenido suficientes experimentos sociales como para seguir con más disparates. Pongámonos de acuerdo. Pongámonos a trabajar. Ahora es el momento de preformar, de preconfigurar nuestro futuro.
Bueno pero, ¿qué se imaginan estos? ¿Que estamos aquí en este mundo, en esta existencia para jalarnos las pelotas viendo los días pasar y esperando a que llegue la muerte? Hay quienes lo ven así. Pues quítense esa idea de la cabeza.Así no se resuelven los problemas, antes los alimentan.
Yo no me arrepiento de lo que hice, porque de eso solo se puede sentir culpa u orgullo, pero de las omisiones, esas calan más, esas son las que, al final, cobran cara la factura. La culpa puede expiarse, pero la omisión siempre deja una hiel, una sensación de desilusión, decepción y fracaso profundos que no pueden resolverse de ninguna manera. Tiempo y oportunidades perdidas de manera estúpida. Y eso se paga. Lo que no se hizo tiene un costo enorme en la conciencia y persiste en la memoria como un parásito pernicioso.