En la Apología de Sócrates, escrita por Platón, presenciamos un juicio contra el mayor ironista de la antigüedad griega: Sócrates es acusado de corromper a la juventud y de adorar a nuevas divinidades. Sin embargo, su estrategia de defensa es extraña y audaz, porque no solo se declara inocente de los cargos, sino que encima propone que, en vez de recibir una sentencia, debería ser recompensado con los más altos honores por su incansable búsqueda de la verdad. Por eso en su declaración recapitula su cruzada intelectual:
“Al examinar a éste (Éveno, un conocido filósofo de la época) experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que muchas otras personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero no lo era. (…) Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre, pues es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe; en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión”.
La ironía socrática —“yo sé, por lo menos, que no sé”— es una invitación a reconocer la debilidad de la razón humana; impele a repensar nuestras certezas y a ser autocríticos. Muestra, además, que el impulso hacia la verdad es algo muy distinto que alcanzarla. Esto se hace evidente en los Diálogos socráticos llamados aporéticos —Apología, Critón, Eutifrón, Laques, Cármides, Protágoras, Hippias, Ion—, en los que, a diferencia de los más famosos textos platónicos, los coloquios no llegan a una conclusión. Hay quienes piensan que esos textos son obras menores, o que se trata de preparaciones de diálogos posteriores, pero en mi opinión, estas conversaciones dan cuenta de algo más profundo: el saber socrático es un pensamiento en suspenso, tenso, que nunca descansa.
Un esfuerzo intelectual semejante tiene que ser afanoso y desgarrador: pensar sin fin y sin llegar nunca a un puerto seguro. Quizá por eso Nietzsche dijo que, aunque Sócrates vislumbró la irracionalidad última del mundo, prefirió ignorarla y entregarse al optimismo racionalista, buscando paliar, con el placer de pensar, el dolor causado por “la eterna herida de la existencia”. En esta interpretación, Sócrates se dio cuenta de que los juicios morales de la razón son inútiles, pero continuó su esfuerzo a sabiendas de que sus interminables batallas intelectuales solo terminarían con su muerte.
Por eso en la Apología de Sócrates se presiente que Sócrates quiere morir: se burla del jurado que lo enjuicia en vez de halagarlo, rechaza la evasión de la cárcel que le ofrece Critón y organiza un último coloquio rodeado de sus discípulos para apurar con resolución la cicuta. Es innegable que Sócrates murió porque fue un filósofo dispuesto a sufrir una injusticia antes que cometerla. Sin embargo, este episodio también nos dibuja a un hombre cansado de sí mismo, un filósofo que llegó al final del camino de la dialéctica, para luego caminarlo en sentido contrario con la ironía, y que se agotó de ir y venir por los gastados palacios de su pensamiento. Tenemos derecho a imaginar que Sócrates encontró dulce la cicuta, pues la ironía no solo es una técnica de conocimiento, sino también una carga existencial.