¡El Parque!
Dios debe existir solo para que escuche el corazón del comerciante que teje su esperanza mientras arma su puesto de tres por tres metros en el tianguis del Parque Rojo. Dios debe saber que, entre todas sus tareas, tiene que tomarse el tiempo de conmover el corazón de una paseante que, luego de dudar por instantes que parecen eternos, por fin saca un billete de doscientos pesos para comprar una camisa de Taylor Swift en la que aparece con aureola de santa católica y un sagrado corazón en el pecho. El vendedor entrega la prenda, se persigna con el billete, y mira al cielo. Asumo que Dios no juzga mal que este comerciante se sostenga con la venta de camisas sacrílegas; más bien imagino que devuelve el saludo desde su trono celestial y continúa con sus innumerables ocupaciones con buen humor.
Es sábado de mercado. Daniela, una vendedora de ropa, me dice que este tianguis es “como el cultural, pero fresón”. En cualquier caso, el conjunto de los tianguis alternativos conforma el inconsciente colectivo de la ciudad, en tanto que son espacios a donde va a parar lo que ella niega, de modo que lo marginal y lo auténtico se encuentran. En estos sitios se pueden ver cosas únicas, arcaicas, robadas, piratas, rotas, clandestinas o huérfanas; cada pasillo es un inventario de contradicciones y un mosaico de lo absurdo. En el Parque Rojo, en un mismo corredor, es posible comprar productos tan distintos como el Llano en Llamas de Rulfo, el vaso de una licuadora descontinuada, un rollito primavera con aderezo cannábico, una chamarra militar o un “tratamiento de blanqueamiento facial” (hecho con ingredientes químicos secretos y unas gotitas de colonialismo). Si el surrealismo es “la belleza del encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección", entonces un tianguis alternativo es el surrealismo realmente existente.
En el Parque Rojo también hay tribus diversas y repúblicas independientes, como “la mercadita”, una tierra prometida libre de hombres que se delimita con una rafia con volantines blancos y rosas. Me siento tentado a traspasar la barrera para intentar hablar con las compañeras y conocer sus ideas, pero me detengo en seco: a lo largo de mi carrera he pasado numerosos peligros como periodista, y eso me ha enseñado a respetar los razonables límites de lo prohibido. Mi trabajo no siempre es cómodo, y en ocasiones tengo que estar en el lugar equivocado, para preguntar lo que no debo, y luego publicar lo que alguien no quiere que se revele, pero todas las alarmas de mi cuerpo me indican que, en esta ocasión, es mejor no transgredir las fronteras de feministlán. Por ahora solo puedo decir que, de lejos, aunque no hay hombres, se parece mucho al resto del tianguis, con compraventas comunes, música saliendo de las bocinas y un espeso e hipnótico olor a marihuana. Ssshh.
¡El Paseo Alcalde!
Salgo de La Casa de los Perros, ubicada sobre Paseo Alcalde (hablaré de esta enigmática casona en una entrega posterior). Recorro esta zona peatonal para contemplar a los paseantes. Me gusta ver las parvadas de niños que juegan en la escultura “Árbol Adentro” de José Fors y los que corretean entre los chorritos de agua que brotan del pavimento. Disfruto también de la mirada satisfecha de sus padres, que los observan retozar y aguardan bajo una sombrita a que se sacien de esa felicidad gratuita que es ser niño.
Me llama la atención que en Guadalajara se pueden ver familias en las que padre, madre e hijos caminan tomados de la mano. Es un tipo de ternura que resiste ante el avasallamiento de la modernidad y los peligros de la época. “Aquí la gente es buena”, me dice Susana, una madre de familia que me hizo la plática mientras que ve a sus hijos brincar y derramar sus risas inocentes. Platicamos un rato del clima, como debe ser. Cuando comienza a caer el sol, la mujer llama a sus hijos. “Ya nos vamos, que se va a hacer de noche y vamos a Tlajomulco; se ha puesto muy feo. Ya ve todo lo que se escucha en las noticias”, me dice para despedirse. Veo alejarse a Susana con sus niños. Aquí la gente es buena, me repito, pero también está el ‘otro gobierno’ más poderoso del país. En esta ciudad conviven esas dos realidades. La luz de este atardecer tiene una embriagada violencia púrpura.