Puede ser que en este momento Papá Noel esté sentado en su sillón reclinable de piel frente a la chimenea. En su mesita lateral esté la leche caliente en espera de que le suelte una bomba de chocolate. Se dispone a ponerse sus auriculares inalámbricos sincronizados a un teléfono de última generación -de esos que le dijeron los especialistas de la salud mental que ya no regale más a las infancias- para poder escuchar el último podcast que descubrió en donde dan un y mil consejos para mantener enfocada la mente en el aquí y en el ahora.
Tiene que encontrar la manera de hacer frente a la avalancha de reclamos que recibe cada año y que en los últimos parece tener un crecimiento exponencial. Hace no muchos ayeres el problema era que la gente creyera o no en él y su magia. Ahora cada día hay más personas convencidas de su existencia, pero lo encuentran responsable de los traumas de su infancia que les ha orillado a solicitar terapia y consumir horas de audio y video que prometen tener la llave que les hará ir al pasado y reencontrarse con su niño interior para sanarlo y poder continuar su camino hacia una vida libre de dolor y sufrimiento.
Todo porque almas inocentes en sus primeros años de vida depositaron en Papá Noel, también conocido como el señor Claus, todas sus esperanzas e ilusiones. Y cuando escribo todas me refiero a todas. A más de una o uno se le fue la vida cuando no llegó la autopista tal y como la anunciaban en la televisión, o la muñeca, o los patines, o la bicicleta, o el ordenador, o la consola de videojuegos o el dispositivo electrónico más moderno y costoso. Un año entero intentando sobrevivir para apostar toda la salud emocional a una sola baraja y mira con la que sales. Hasta se da el lujo de fallar uno, y otro y otro año.
Tiempos traen tiempos, cierto, y aunque por momentos el cacique rojo del Polo Norte se siente aliviado de que ya no le puedan decir viejo panzón, porque del cuerpo de los demás no se habla y de la edad tampoco. La realidad es que hoy además de recoger más reclamos que cartas pidiendo juguetes para jugar y no para coleccionar, tiene que vérselas con sus propias angustias. Y vaya que las tiene.
Por ejemplo, por años fue un hombre solo, rodeado de trabajadores infantilizados en ridículos trajes de duende, que a decir de su esbeltez no debían comer tanto como trabajan. A los únicos que pudo bautizar fue a sus renos, porque no es sino hasta hace unas cuantas décadas cuando se le permitió habitar la cabaña con una mujer, a la que al parecer no ha conocido -en el sentido bíblico de la palabra- y más que matrimonio parece eso una sociedad de convivencia.
Me atrevo a decir que la señora Claus tampoco la pasa muy bien, porque compañía no es amor, tal y como la reflejan las películas de los últimos tiempos. Una señora, más joven que Don Nicolás, otro nombre que se le da al allanador de chimeneas, ávida de conocer el mundo y sus placeres, que debe verse postrada en una fría casa -en todos los sentidos posibles-, porque la pareja a la que le impusieron solo le importa seguir en un trabajo en el que no hace las cosas bien.
Puede que ese esté pasando en estos momentos. O puede que no.
Lo que sí ocurre es el número creciente de personas que buscan ayuda psicológica, ya sea con terapeutas, entrenadores, iluminados, con Chat GPT, Gemini o Grok, porque están convencidos de que, para seguir adelante con sus vidas adultas, muchas veces como padres o madres, deben antes enfrentar a su doloroso pasado y perdonar a sus padres o a sus madres.
No dudo que dentro de este grupo de despiadados tiranos existan abusadores sexuales e incluso frustrados infanticidas. Pero por fortuna para la humanidad habrán de ser los menos. La inmensa, casi infinita mayoría, forman parte del club de Claus. Hombres y mujeres a los que los adultos de hoy les exigen (porque el problema es en el presente) que se comporten en su imaginación como unos seres asexuados, sin vida propia, cuyo único vínculo libidinal sirva para satisfacer (otra vez en su imaginación) las demandas de su infancia, que imaginariamente no les fueron satisfechas.
Cuando me refiero a la sexualidad en las líneas anteriores hablo no solo del conocimiento que entre parejas se tiene, sino de toda la carga de angustia que esto trae consigo. Es decir, a los padres no se les reconoce como humanos demasiado-humanos.
Cada que escucho a alguien decir “por eso fui a terapia, para perdonar a mis padres y ser mejor persona”, suspiro y rezo para que no sea un padre abusador, realmente abusador, porque eso no sé -en lo personal, no en lo profesional- como se pueda tramitar. Pero cuando pienso que tal vez si lo cuenta es porque su padre o madre fue un Claus más, entonces pienso ¿de qué le vas a perdonar, de no ser un dios, de no satisfacer demandas, de no inmolarse para que cada pensamiento tuyo se materializara, de que no pudiera la magia?
Si la eventual respuesta fuera positiva, entonces sí que le podría decir -pero siempre me muerdo la lengua- qué bueno que no fue nada de eso que deseaste, porque de haberlo sido, no serías hoy otro neurótico más que aspira a convertirse en el mejor Papá Noel del mundo, sino que tú serías Papá Noel sin metáforas, es decir, la psicosis sería tu mágico mundo de elfos a descubrir.