¿Quién es tu padre?

  • Columna de Alberto Isaac Mendoza Torres
  • Alberto Isaac Mendoza Torres

Puebla /

Muerto de risa llegó un día un exjefe. El motivo de su inusual alegría mañanera era la conversación que había tenido la tarde previa con su hija que bordeaba la adolescencia, pero no quería soltar la pubertad. “Quiero conocer a mi verdadero padre”, le escupió. No sabemos que respuesta le dio, pero sí nos compartió su teoría del comportamiento de la menor: “es que ve muchas telenovelas”.

Al parecer esa interpelación lo descolocó más de lo que era capaz de reconocer, porque todo el día no paró de reír y culpar a los culebrones nacionales de imponer a los cerebros tiernos narrativas que les hacían cuestionar sus orígenes paternos.

Como la mayoría de los niños de mi generación crecí bajo los cuidados familiares. Mientras mi padre y madre salían a trabajar, me quedaba en la casa de los abuelos paternos, a donde llegaban casi por las mismas condiciones media docena de primos. A la abuela, casada en segundas nupcias, le encantaba contar historias fantásticas de su primer marido asesinado una fatídica madrugada.

A pesar de que su segundo esposo fungió como un abuelo excepcionalmente amoroso y protector, los nietos de la primera generación -llamémosles así- crecimos atravesados por el mito del abuelo, al que no conocimos ni en fotografía. A veces en secreto y a veces en público, hablábamos de sostener el mito de Don F. como quien realiza el sacramento de la comunión.

A menudo en la clínica psicoanalítica se le pregunta al paciente ¿quién es tu padre?, ¿quién es tu madre?, ¿quién es tu esposo, esposa?, en fin, quién es el presunto destinatario del vínculo amoroso que está maltrecho al grado de provocar pesares.

Claro que no estamos haciendo referencia a la persona y sus generales que vienen inscritos en su documento de identidad. Cuando se formula esta pregunta no se esperaría una respuesta de la del tipo “mi padre es Pedro Páramo y vive en Comala”.

Para que el trabajo psicoanalítico pueda tejerse y destejerse es necesario que el analizante pueda contar su propio mito tal y como lo escuchó, como lo vivió y como cree que está condenado a mantenerlo con vida. Ese mito familiar se convierte en personal.

La media docena de primos que escuchamos las odiseas del portador del apellido paterno, sus aventuras con amor y dinero, seguramente conocimos seis historias diferentes del mismo relato, que se encarnaron en nosotros de manera desigual. A cada uno se le fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor que no pudimos llamar abuelo, el marido, el primer marido, de la señora que sí llamamos abuela. A eso me refiero.

A inicios del proceso psicoanalítico el paciente hablará y mucho de la persona que anuda su conflicto actual. Que si su comportamiento del día. Que si sus negativas del pasado. Que si su ausencia prolongada o su presencia asfixiante. Hasta que poco a poco, casi sin darse cuenta -pero siempre acompañado del analista- comienza a narrar como en una noche de San Juan, el mito que se ha bordado en torno a esa figura (madre, padre, abuelo, pareja…). La persona ya no existe. Campean las palabras dichas y por decir.

Si tenemos suerte y el analizante (o analizando como le llaman algunos) no abandona su proceso, habrá de descubrir como en epifanía lo que ya sabía, pero que no sabía que sabía. Que ese mito se levantó a través de los recuerdos de su madre (o como en nuestro caso de la abuela), de su nostalgia, entre retazos de suspiros.

Ahora sí ya podrá hacer propio el mito porque se reconocerá en la enunciación. Lo que queda de ahora en adelante, es intentar hacer algo en los pocos márgenes que deja un relato contado tantas veces, descubrir cuales son las fallas en las que puede sentarse a cocer y cantar, aunque sea lamentos.


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