Sanar para amar

  • Columna de Alberto Isaac Mendoza Torres
  • Alberto Isaac Mendoza Torres

Puebla /

Creo que mi escritura, desde que MILENIO me abrió generosamente sus páginas ha caminado por las veredas de los mitos de la modernidad, intentando atraparlos para desnudarlos y con ello intentar que juntos pensemos lo que estamos repitiendo para acercarnos no a su justa dimensión, sino a una dimensión más justa de lo que hablamos.

Por cierto, la palabra generosidad y sus usos me encantan, por la raíz indoeuropea de “gen”, que significa “dar a luz”, entonces MILENIO me engendró sin saberlo ni quererlo, como un recogedor que intenta percibir y apoderarse de estas nuevas voces, en términos sencillos un cazador.

La liturgia civil de nuestros tiempos incorpora entre sus oraciones el “sanarás para poder amar”. Entiendo que este sacramento impuesto como el de la reconciliación de la iglesia cristiana, tendría como objetivo tratar de ayudar a las personas que están iniciando un duelo para que no se involucren de manera inmediata en relaciones cargadas de imaginario, que les puede generar una nueva herida.

Hasta ahí la apuesta podría parecer sensata.

Ahora bien, esta sacralidad de sanar para estar en posibilidad de amar se ha extendido a todos los ámbitos en los que existe la posibilidad de generar vínculos amorosos, y como ya lo hemos visto muchas veces en este mismo espacio estos vínculos amorosos o libidinales para ser más precisos no se limitan solo a las cuestiones de pareja.

A los padres, madre y padre, pero sobre todo al padre, se le pide a grado de la exigencia que para poder criar bien a sus criaturas sane antes las heridas que se hizo en la infancia. Y no me refiero a la de la rodilla intentando conquistar la copa de un árbol, sino al presunto abandono que sufrió por parte de su padre, a la exigencia de ser feo, fuerte y formal, a la barrera que le pidieron levantar cada que sentía o quería pedir amor. En fin, a una serie de eventos desafortunados que algunos llaman traumas, con el objetivo, dicen, de no repetir los mismos esquemas de crianza o los mismos lazos de amor empobrecido.

Nos enfrentamos así a la imposición de la sanidad emocional como requisito indispensable, fundamental e irrenunciable, para poder vincularnos con el otro. Desde luego que este concepto de sanidad o salud emocional se asocia a las batas blancas y la higiene de los hospitales. Así se piensa que quien ha sanado emocionalmente estará libre de cualquier trauma, pasado o herida, que lo convierta en un potencial arruinador de relaciones. Lo inmaculado, ante todo.

Les escribí líneas arriba que la propuesta de sanar para amar parece sensata, pero solo eso, es una apariencia, porque en los hechos no funciona así. El psicoanálisis lo sabe, de hecho en eso basa su posibilidad de cura, para sanar hay que amar. El retraimiento de la libido hacia el Yo lo que ocasiona es melancolía o el gusto sabor por la tristeza.

Amamos o intentamos amar desde el reconocimiento que estamos rotos, quebrados, desdibujados, que nunca por más que nos esforcemos podremos cumplir con las exigencias imaginarias de los otros, y que esto aplica a la inversa. Nos ama o nos intenta amar quien está roto, quebrado, desdibujado, y por más que se intente esforzar jamás habrá de cumplir nuestras exigencias imaginarias.

Por eso habría que revertir el orden de la ecuación y pensar que para sanar hay que amar, o lo que es lo mismo intentar amar, y nunca dejar que los vínculos libidinales se dirijan hacia el Yo, que placenteramente les tenderá una cama de rosas que a la larga resulta imaginaria.


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