¿Se puede estar enamorado de la docencia? ¿Puede uno amar a su escuela? ¿A sus alumnos? La respuesta se encuentra en cada maestra y maestro. En la forma que ha construido la relación pedagógica que desarrolla día con día, en la que invariablemente están presentes las concepciones que tiene sobre lo educativo, lo pedagógico, lo didáctico y por supuesto, la concepción que tiene de lo humano y social. La capacidad de amar es algo inherente a lo humano y el acto educativo es humano. La cuestión es ¿qué tanto desarrollamos esa capacidad para expresarla en nuestra acción pedagógica? Una acción que tiene que ver con contextos, con relaciones, con ambientes, con posiciones y disposiciones, que vamos encontrando en el largo camino de la docencia.
Desde la antigua Grecia, particularmente en Atenas, la educación se concebía como un estado de cultura en la que la formación del espíritu poseía la mayor preeminencia educativa (García Casanova, 2008) y la paideia como una cultura del espíritu y del carácter, que en este sentido venía a ser algo así como una recreación ideal del hombre, sinónimo de cultura, de formación humana, como un atributo operativo de su ser (Perdomo García, S/f). Estas concepciones de la educación, como podemos advertir, son cercanas a la formación del espíritu y a la filosofía, entendida desde sus raíces griegas como “philos” (amar) y “sophía” (conocimiento), amor al conocimiento. La filosofía entonces se constituye en una herramienta educativa que nos permite reconocernos en nuestra naturaleza humana, en nuestras incertidumbres, nuestros temores, nuestras inquietudes, nuestras alegrías y comprender que todo ello lo compartimos con los otros, es decir, esta empatía nos permite ver la existencia de la semejanza con nosotros, y en ello se constituye la esencia del amor.
Ahora bien, la esencia de la docencia es la relación pedagógica. Un acto entre dos personas: docente y alumno. En esta relación, un docente que ama su profesión, es un docente que despertará en sus estudiantes la inspiración, el interés y el compromiso por la formación del espíritu y el conocimiento. La presencia del docente que ama su profesión se siente, se respira en el ambiente escolar. Pennac (2014) nos dice “La presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, está presente, distingue cada rostro, para él la clase existe de inmediato”. Un docente siempre debe estar presente, su presencia se constituye en el referente de amor a su profesión.
Amar nuestra profesión, la docencia, se expresa en el respeto hacia nuestros alumnos, no únicamente en la relación natural que como personas tenemos, sino en el reconocimiento de sus capacidades y condiciones. Reconocer que son capaces de pensar por sí mismos y que ello los coloca frente al conocimiento, actitudes, valores y habilidades desde miradas y posibilidades distintas a las nuestras. Desarrollar una mediación pedagógica que favorezca su desarrollo se constituye en un acto de amor y responsabilidad. Un acto de amor que se expresa en la generación de un ambiente que les permita conocer y compartir. Un acto de amor que posibilite la imbricación entre lo individual y lo social. Un acto de amor que conjunte el sentimiento y la razón. Un acto de amor que exprese el sentido de humanidad, comunidad y colectividad.
En este tenor, Xirau (1998) nos dice que “la educación es hoy un trabajo de íntima colaboración, en el cual el alma del maestro en íntimo contacto con las de los muchachos, cultiva en su totalidad la personalidad infantil, espontánea y viva. Es preciso recoger y robustecer todas las fuerzas vitales del niño y cultivar de un modo activo y respetuoso todas sus energías espirituales y físicas. Se trata de vivificarlo, de llevar lo que es germen en potencia a sus más enérgicos desarrollo”. Por tanto, desarrollar nuestra profesión con amor es un elemento fundador de lo humano y lo social, y por consecuencia, de lo educativo.
Finalmente, sí reconocemos a la educación como un acto de amor, de dar. Tendremos que valorar a la docencia como una profesión que ofrece conocimiento como un acto de amor. La docencia que desarrolla una pedagogía del amor, es decir, donde la gestión de las emociones forme parte del proceso de aprendizaje de los individuos, pues es el único modo de que puedan llegar a entenderse a sí mismos y a quienes les rodean, y les proporciona herramientas primordiales para la búsqueda de su felicidad. (Goicochea Gaona, 2014).