Uno de los problemas más dañinos en las organizaciones es la visión distorsionada que algunos líderes tienen del trabajo en equipo. A pesar de que el concepto de liderazgo colaborativo ha evolucionado, todavía persisten prácticas que reflejan una mentalidad individualista, en la que el trabajo conjunto se reduce a una estructura piramidal donde unos pocos brillan mientras otros sostienen el peso del esfuerzo. Para algunos, la palabra “equipo” todavía significa: ustedes trabajan y yo recibo el crédito.
Esta forma de dirigir no solo es arcaica, sino perjudicial. Cuando un líder se apropia del mérito colectivo, envía un mensaje inequívoco: el esfuerzo de todos no importa tanto como el protagonismo de uno. En ese momento, el equipo deja de sentirse parte de un proyecto compartido y empieza a experimentar la frustración de la invisibilidad. Nada erosiona más rápido la motivación y la confianza que ver cómo otros se llevan el reconocimiento del trabajo que no hicieron.
Las consecuencias pueden ir más allá de la desmotivación. Se generan ambientes tóxicos donde predomina la competencia desleal, el miedo al error y la falta de colaboración genuina. El talento empieza a apagarse, la creatividad se estanca y, con el tiempo, los mejores elementos se van. El líder que vive del brillo ajeno quizá logre resultados a corto plazo, pero sin darse cuenta está dinamitando los pilares de una organización sostenible.
El verdadero liderazgo se refleja cuando la figura directiva es capaz de celebrar los logros del equipo, reconocer aportaciones individuales y construir confianza basada en el respeto mutuo. Quien lidera desde la humildad y el servicio entiende que su función no es brillar a costa de los demás, sino facilitar que todos puedan brillar desde su posición.
Solo cuando el mérito es compartido y la colaboración es auténtica, es posible construir equipos de alto desempeño. En las organizaciones del futuro y del presente, el éxito deja de ser un trofeo individual para convertirse en una conquista colectiva.