El 7 de septiembre se entregó el Ariel, el gran premio del cine mexicano y a mí me interesaba mucho ir porque estoy convencido de que fue un parteaguas en la historia de la cultura y del espectáculo nacional.
¿Por qué? Porque ni siquiera en la época de oro del cine mexicano se hicieron tantas películas como este año, porque ahora sí tuvimos títulos de todo tipo, en todos los tonos y para todas las audiencias.
Porque es tiempo de mujeres y ya podemos hablar de una industria donde ellas pueden crear, brillar y trascender.
Porque el tema de la representatividad ya es un hecho. Tenemos un cine de todas, todos y todes: afrodescendientes, infancias, personas no binarias, gente con discapacidad, campo, ciudad, pobres, ricos.
Y porque hoy es más fácil que nunca mirar este material gracias a la combinación que tenemos de salas cinematográficas, cinetecas, festivales, medios públicos y plataformas.
Sí, hay temas que se tienen que corregir por ley como la muy desigual distribución de nuestras películas frente a los materiales de las compañías transnacionales pero precisamente por eso fue fundamental lo que vivimos tantísimas personas en Guadalajara.
Ahí está el mensaje: el cine mexicano está más vivo que nunca. El cine mexicano es nuestro. El cine mexicano merece ser visto. El cine mexicano es estratégico.
Y no sólo lo digo yo, lo dijo Armando Casas, el presidente de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas a nivel local, nacional e internacional.
Porque en esta ocasión la ceremonia viajó igual que el Oscar, igual que el Goya e igual que los Emmys. Se pudo ver en decenas de países gracias al canal de paga TNT y a la plataforma MAX de Warner Bros. Discovery.
Usted conoce la lista de ganadores y yo debo felicitar públicamente al gobierno de Jalisco, a la gente de Guadalajara, a ese brillantísimo equipo de conductores encabezado por la sensacional Michelle Rodríguez, el muy agudo Kike Vázquez y la hilarante Dana Karvelas, entre muchas otras personalidades, y a todas las figuras que cantaron, como la maravillosa María León.
Pero sí quisiera hacer tres observaciones en mi calidad de crítico de televisión.
Primero: a mí me dolió mucho que casi ninguno de los ganadores hablara de las causas sociales que tanto se esmeraron en plasmar en sus películas. ¡Cuidado! Eso es delicadísimo.
Segundo: la única persona que se acordó del público, que lo mencionó, que le dio las gracias y que corrió a saludarlo bien fue Angélica María. Aprendan, por favor, de las verdaderas estrellas.
Y tercero: el manejo de tiempos y movimientos de la ceremonia fue espantoso. Una cosa es la agilidad y otra, las faltas de respeto. Un ganador merece el micrófono. Punto. Busquemos una solución a esto.
Fuera de lo que le acabo de decir, que se corrige con dos juntas y un poco más de experiencia, tuvimos un gran Ariel, el mejor de los últimos años, uno de los mejores de todos los tiempos.
La invito, lo invito, a ver ceremonias de otros años. Aunque cada quien se vistió como quiso, se notó una actitud de gala, una comunidad unida, un espíritu de respeto.
Ese momento del empate, por ejemplo, fue histórico por lo que se dijo, por cómo se dijo y por cómo se vio.
Y ni hablemos de la gran fiesta que remató aquello porque entonces sí no acabamos nunca.
Acuérdese de lo que le voy a decir: hay un antes y un después del Ariel 66. Bendita ceremonia. Aquí va a pasar algo bueno. Aquí está pasando algo bueno y falta lo mejor. Nos vemos en 2025. ¡Felicidades!