Tengo delante una carta fechada en junio de 1805, tres meses antes del combate naval de Trafalgar, que precisamente se libró por estas fechas hace 219 años. Se trata de un texto conmovedor,
y no porque el contenido sea emotivo o tierno. Al contrario, su prosa es seca y dura, pues fue escrita por un alto oficial de la Armada Real, comunicando la llegada de 140 presidiarios de la cárcel de Ceuta para ser embarcados en los navíos que iban a enfrentarse a la escuadra del almirante Nelson. Lo conmovedor de la carta es cuanto se adivina detrás de ella; lo que trasluce la fría información oficial. La desgraciada España que desvela.
La lectura de esas líneas manuscritas me lleva a la correspondencia oficial de la época —recopilada en dos formidables volúmenes por mi querido amigo, ya fallecido, el almirante Sisiño González-Aller—, que no repasaba desde que hace veinte años escribí Cabo Trafalgar. Eso me ha deparado una tarde de lectura melancólica; un rato de de amarga reflexión, como ocurre a poco que escarbes en la historia de España, siempre sometida, antes como ahora, a la misma clase de gente, lleve gorguera, sotana, sable, bastón de mando, coche con chófer o cartera ministerial. Consultando los pormenores de nuestros innumerables trafalgares, igual victorias que derrotas, se advierte una y otra vez la improvisación, la incompetencia, el ninguneo, el desdén oficial, el desprecio hacia la pobre gente que en un campo de batalla, en la cubierta barrida por la metralla de un navío, en cualquier lugar de nuestra más dramática historia, fue víctima durante siglos de lo que muy bien definió durante la Segunda República un diario de Cartagena con su titular en primera página: “Cuánto cuento y cuánta mierda”.
Consultar esa correspondencia —lo mismo Trafalgar que Bailén, Rocroi, Santiago de Cuba, Annual, el Ebro, Ifni o lo que sea— es un ejercicio tan actual, deja una sensación tan próxima y familiar, que estremece. Porque ahí se retrata la España eterna en todo lo suyo: antes, de una forma descarada y brutal; ahora, con paños calientes y retórica de telediario. Pero queda siempre la misma sensación lectora de conocer el paño y saber de qué se habla y quiénes hablan. De poner nombres y apellidos a los hijos de la grandísima puta de siempre; a la casta infame, irresponsable, venal, corrupta, que nos metió, y sigue haciéndolo, en los callejones oscuros de la Historia.
Las cartas en torno a Trafalgar podrían haber sido escritas hoy mismo, pues el fondo de muchas es idéntico: presidiarios y gente de tierra que nunca navegó, carne de cañón reclutada a última hora —“corto número de útiles y desproporción excesiva de inhábiles”, dice una carta— para tripular navíos faltos de dotaciones, sin artilleros ni gente de maniobra experta, enviada a combatir contra una armada británica profesional, motivada y bien pagada, ante la que “serán objeto de burla”. Y no por falta de voluntad o coraje, “sino por ignorancia e insuficiencia de adiestramiento, que los lleva a introducir los cartuchos al revés, dejar otros dentro del cañón, etc”. Ni siquiera, se comenta en otra carta, hay dinero para equipar a la gente con ropa de mar adecuada para evitar que pase frío. Y todo eso, o mucho más, remachado con otra carta del primer ministro Godoy, allá en su confortable palacio, responsable —ésos nunca van a la cola del paro— de aquel sangriento disparate: “Con gran sentimiento mío, el pago de sueldos no puede hacerse mensualmente y sólo de tiempo en tiempo podrán darse algunas pagas a los embarcados”.
Sin embargo, o tal vez a causa de ello, siempre hubo gente como el marino y científico Cosme Damián Churruca. Y eso es lo asombroso: a pesar de la desidia y la incompetencia, a pesar de siglos de abandono criminal, nunca se extingue el filón en la cantera de hombres —y mujeres, son tiempos de justicia para ello— que como él, tras escribir a su hermano “toda mi gente es bisoña y me desespero no pudiendo maniobrar bien con ella”, después de subsistir con clases particulares de matemáticas —“nos deben cuatro meses de sueldo, no pagan a nadie, y ni esperanza de ver un real en mucho tiempo”—, cumplió su deber en Trafalgar; donde, batido su navío por cinco ingleses, clavó la bandera para que nadie la arriase, muriendo entre los pobres infelices que le habían asignado como tripulación y que, como él, vendieron cara la piel peleando con la desesperación, el coraje y la vergüenza que faltó a quienes allí los enviaron. “Si te enteras de que mi barco ha sido apresado —escribió resignado al embarcar, seguro de su destino— sabrás que he muerto”. Y no hay mejor resumen que ese marino y esas palabras en la triste historia de España.