Llegamos ahora, en el corazón del interesante siglo XVI, a uno de mis gobernantes favoritos en la historia universal, que es el emperador Carlos de Europa, señor de Occidente: diecisiete coronas en una misma cabeza, que se dice pronto. Nieto por vía materna de los Reyes Católicos, Carlos V de Habsburgo fue el monarca más poderoso de su tiempo al heredar por ese lado la monarquía española con parte de Italia, las nuevas posesiones de América y las que venían de camino en el lejano Pacífico; y por el lado paterno, los Países Bajos y Borgoña, a los que se sumaron Austria, Tirol, e indirectamente, Bohemia y Hungría. Se vio así la criatura (tenía 19 años cuando heredó el asunto) al mando de una potencia militar y territorial enorme, y lo hizo en momentos especialmente difíciles en los que, dentro de lo que cabe (“Es demasiado peso”, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría), no lo hizo nada mal: intentó mantener la unidad católica del Imperio, le puso a la creciente Francia, que ya galleaba mucho, los pavos a la sombra, y se opuso con tenacidad a la amenaza turca en el Mediterráneo y Europa central. Tampoco a los papas de entonces (Clemente VII y luego Paulo III), recelosos de su poder en Italia, les caía simpático; y procuraban, siempre que podían, segar la hierba bajo sus pies. Eran, en fin, muchos frentes abiertos; pero en todos se condujo Carlos razonablemente bien entre triunfos y fracasos, peleando como un tigre de Bengala. Además de la insurgencia protestante, que fue el gran problema a que se enfrentó en sus dominios alemanes (el honor de emperador católico lo obligaba a defender la fe de Roma), lidió con dos pertinaces enemigos: Solimán el Magnífico, sultán turco, y Francisco I, rey de Francia. En realidad, lo de Carlos y Solimán fue un duelo de gigantes donde el rey francés hizo, obligado por las circunstancias, el papel de gusano infame. Había intentado proclamarse emperador estorbando a Carlos, y nunca pudo digerir el triunfo de éste, cuyos dominios y alianzas estrangulaban a Francia por todas partes. Pasó la vida intentado hacerle la puñeta con tan poco éxito y tan mala suerte como el Coyote con el Correcaminos: zaca, zaca, de batacazo en batacazo. En Italia, siempre ambicionada por la corona francesa, los tercios de infantería españoles (que con su disciplina y eficacia se habían convertido en la mejor máquina militar de su tiempo) dieron las suyas y las del pulpo a los ejércitos gabachos, adueñándose de Milán después de la batalla de Pavía, donde el propio Francisco I pasó la vergüenza de caer prisionero de su odiado enemigo imperial. Para verse libre aceptó un tratado de paz que no respetó, y “rey cristianísimo” como se titulaba oficialmente, sin cortarse un pelo se alió con el sultán turco para hacer la puñeta a Carlos en el Mediterráneo (donde procuró causar cuanto mal pudo, el hijoputa, amparando en puertos franceses a la flota corsaria otomana). Pero donde se volcaron los esfuerzos más grandes y costosos de Carlos fue en la lucha contra los protestantes alemanes, intentando devolver a la religión católica esa parte del imperio. Primero quiso convocar con el papa el concilio de Trento para ir por las buenas; pero los príncipes y electores díscolos se negaron a asistir. Así que cambió la zanahoria por el palo. Al principio no le fue mal, y en la batalla de Mühlberg (véase el famoso cuadro de Tiziano) les dio una estiba guapa a los luteranos. Aquello estuvo a punto de zanjar el conflicto, pues el emperador apremió de nuevo al papa Paulo III para que convocase un concilio que hiciera concesiones a cambio de la paz religiosa; pero el romano pontífice era de los que mordían con la boca cerrada: mosqueado por el descomunal poder que adquiría Carlos (las tropas imperiales habían saqueado Roma unos años antes), no le apetecía que estuviera tranquilo en Alemania ni en ninguna parte; así que dio largas, poniendo cagaditas de rata en el arroz y frotándose las manos con cada revés imperial. La cosa se fue enredando, los luteranos se conchabaron con Francia y hasta con Inglaterra, y tras una larga serie de traiciones, a cual más guarra, derrotaron a Carlos en Innsbruck, de donde tuvo que escapar a uña de caballo para no caer prisionero. Quedaba así frustrado el intento de reunificación religiosa. Enfermo, cansado, el pobre emperata estaba ya hasta los mismísimos cojones de Europa, de Francia, de los turcos, del papa y de la madre que los parió. Así que, harto de tanta lucha y tanta fatiga, los mandó a todos a hacer puñetas: abdicó en su hijo Felipe II y se retiró a leer y morir a un monasterio de Extremadura. Dejaba tras de sí una España poderosa, odiada y temida, que todavía durante siglo y medio iba a ser árbitro de Europa y cabeza del imperio más poderoso del mundo.
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