La madrugada del 9 de diciembre de 2005 agentes de la entonces Agencia Federal de Investigación liberaron a tres supuestas víctimas de secuestro en un rancho situado en la carretera federal a Cuernavaca. En vivo y en cadena nacional, la sociedad mexicana presenció la detención de Florence Cassez, una ciudadana francesa, quien fue interrogada, tachada de secuestradora y señalada como integrante de un grupo delictivo. Los principales noticieros del país anunciaron “un duro golpe contra la industria del secuestro”. Un par de meses después, sin embargo, altos mandos de la policía y de la entonces PGR reconocieron públicamente que todo fue un montaje. Una escenificación ajena a la realidad.
A Florence le impusieron 60 años de prisión.
Cuando el caso llegó a la Suprema Corte tenía ya una trascendencia social, política y jurídica sin precedente. Pocos casos judiciales habían recibido tanta atención a nivel nacional e internacional. Existía, además, una fuerte opinión pública que condenaba a Florence Cassez y exigía confirmar su sentencia. Opinión que estaba profundamente influenciada por las propias autoridades y ciertos medios de comunicación.
Al estudiar el expediente, advertí que el montaje al que fue sometida Florence corrompió todo el proceso penal y generó una violación irreparable a sus derechos humanos. Florence no tuvo acceso a la protección consular, no se le puso a disposición del Ministerio Público de inmediato, y no se respetó su derecho a la presunción de inocencia, pues en todo momento fue tratada como una secuestradora. Por ello, propuse a mis compañeros ministros su liberación inmediata. El 23 de enero de 2013, esa decisión se hizo realidad.
El caso Cassez es uno de los asuntos más mediáticos y conocidos de la Corte en las últimas décadas. Algunos lo han llamado “el juicio del siglo”, Netflix produjo una serie documental sobre el caso y Jorge Volpi escribió una novela basada en lo sucedido que recibió el premio Alfaguara 2018. Pero más allá de su notoriedad pública, el caso es uno de los mayores legados de la Corte para nuestro sistema de justicia penal.
Hace diez años, el debido proceso era un vocablo ajeno al lenguaje de los jueces y abogados. Las violaciones al debido proceso rara vez se planteaban y prácticamente nunca tenían consecuencias. Con la liberación inmediata de Florence, la Corte no sólo introdujo el debido proceso a nuestra cultura jurídica, sino que lo dotó de toda su fuerza y eficacia como un derecho constitucional exigible cuya violación tiene consecuencias.
Pero además, la Corte envió un mensaje rotundo a todas las autoridades mexicanas: que ninguna condena penal será válida si no se respetan las garantías y derechos de los acusados. Que la tortura y la fabricación de culpables nunca es admisible. Que el debido proceso importa, y mucho. Que el combate a la delincuencia no se puede lograr a cualquier costo; mucho menos a costa de los derechos humanos.
A partir de este caso la Corte asumió un compromiso profundo con los fines de la reforma penal de 2008. Entendió que era posible construir un sistema penal más justo y humano. Libre de las viejas prácticas del pasado. En el que las garantías penales no sean letra muerta. En el que todas las personas reciban un trato digno y cuenten con una defensa adecuada. Un sistema que enfrente el delito y la impunidad con las armas del derecho y de la democracia.
Así, en los años siguientes la Corte desarrolló extensamente los derechos a la presunción de inocencia, defensa adecuada, debido proceso, puesta a disposición inmediata, prohibición de tortura, no autoincriminación y los derechos de las víctimas, entre muchos otros que, si bien no han permeado del todo en la impartición de justicia de nuestro país, hoy dan vida a un nuevo paradigma que resulta obligatorio y exigible a todas las autoridades.
El caso Cassez marcó un antes y un después en la justicia mexicana. Se trata de un caso que, además, puso a prueba la independencia y fortaleza del Poder Judicial Federal como nunca, ante la presión inédita del Gobierno del entonces Presidente Felipe Calderón. Con todo, gracias a la determinación y entereza de sus integrantes, la Corte mostró que en México existe una justicia constitucional autónoma, dispuesta a defender los derechos de todas las personas frente al abuso del poder y ante presiones de cualquier tipo.
En última instancia, Cassez es un testimonio de que los cambios son posibles. Contra todo pronóstico, una justicia penal más digna y humana es posible, si tan sólo nos atrevemos a empezar.
Arturo Zaldívar