Lo que aprendí en el camino

Ciudad de México /

El próximo 31 de diciembre concluye mi período como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, con ello, la que hasta ahora ha sido la experiencia profesional más gratificante de mi vida. Tengo la satisfacción de haber cumplido todos los compromisos que asumí al inicio de mi gestión. Frente al panorama gris que se cernía sobre el Poder Judicial Federal hace cuatro años, hoy puedo decir que la labor de autocrítica, el esfuerzo de renovación, la modernización y el acercamiento con la sociedad rindieron sus frutos.

Saber que dejo un Poder Judicial en el que cada persona juzgadora es libre de resolver cada día con toda libertad e independencia, protegida por las garantías institucionales que logramos preservar en su favor; saber que cerramos la brecha histórica de género en la carrera judicial y que nuestra defensoría pública liberó a 41,000 personas pobres, injustamente encarceladas son mis más grandes satisfacciones.

Pero sin duda, lo que más atesoraré de estos cuatro años son los aprendizajes que adquirí a lo largo del camino, los que marcaron el rumbo de mi presidencia y que marcarán el resto de mi vida.

De las mujeres del penal de Santa Martha, de escucharlas y ver cara a cara su dolor, aprendí que la injusticia de nuestro sistema penal destruye vidas, familias y comunidades, y que tiene un impacto diferenciado en las mujeres, especialmente en las más pobres, y en todas las que se encuentran en la intersección de desigualdades, ya sea por su edad, color de piel, pertenencia a la diversidad sexual, origen étnico, discapacidad, etc.

De las diversas reuniones que a lo largo de este tiempo sostuve con organizaciones de mujeres y con víctimas, aprendí las mil y una caras que tiene la violencia de género y que quienes no estamos en sus zapatos no somos nadie para juzgar su lucha; que, por el contrario, nos toca amplificar su mensaje, visibilizarlas y hacer que sus voces se escuchen.

De las personas jóvenes con las que interactué en aulas, eventos, en las redes sociales y de las de mi equipo de trabajo, aprendí una nueva manera de ver el mundo, más allá de los esquemas rígidos y acartonados con que las personas adultas insistimos a veces en interpretar la realidad. Aprendí que sus anhelos, intereses y luchas van mucho más allá de lo que los estereotipos sobre la juventud nos hacen creer y que bien haríamos en escuchar sus puntos de vista.

De la inédita labor que emprendimos desde la Defensoría Pública, reafirmé mi convicción de que en este país no hay nada más apremiante que la justicia social. Cerrar las brechas, acabar con las desigualdades, respetar la dignidad y lograr que todas las personas estén en posibilidad real de perseguir sus sueños, de aportar sus talentos y de contribuir a la sociedad es la deuda pendiente que tenemos con nuestro México. El acceso a la justicia no es sino una de las facetas de ese cambio urgente.

Ante todo, en estos cuatro años aprendí que los cambios son posibles y que están al alcance de la mano. Basta con alzar la voz, basta con un gesto o con atreverse a correr un riesgo. La comodidad del statu quo produce dolor humano: cada día que pasa sin que se tomen decisiones para hacer la diferencia, es un día en que desde el poder se tolera ese sufrimiento. Quienes nos dedicamos al servicio público tenemos la responsabilidad de transformar la realidad. El ejercicio del poder público dimana del pueblo y es para el pueblo. Ejercerlo para beneficio propio, para beneficio de las élites dominantes o para los aplausos de grupos interesados es profundamente inmoral. No hay costo personal o político que no valga la pena pagar por poner primero a quienes más lo necesitan. Hasta que la igualdad y la dignidad se hagan costumbre.

Arturo Zaldívar

  • Arturo Zaldívar
  • Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación / Escribe cada 15 días (martes) su columna "Los derechos hoy" en Milenio Diario
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