El trabajo infantil es uno de los fenómenos más atroces y desgarradores de nuestro tiempo. En todo el mundo más de 160 millones de niñas, niños y adolescentes son víctimas de este flagelo (Unicef). Casi la mitad de ellos realiza trabajos peligrosos que amenazan su integridad y su vida, y están expuestos a distintas formas de explotación como trata, prostitución, producción o tráfico de drogas, reclutamiento por grupos armados, entre otras que afectan gravemente sus derechos humanos y les privan de un futuro con dignidad.
El trabajo infantil no discrimina espacios, ocupaciones ni sectores. En todas partes del mundo las niñas y niños son explotados en minas, en residencias, en campos agrícolas, en fábricas textiles, en mercados, en laboratorios de estupefacientes, en burdeles clandestinos y también en las calles como vendedores ambulantes.
Como es esperable, ello tiene secuelas devastadoras en su salud. Las víctimas con frecuencia desarrollan enfermedades agudas, dolencias crónicas, desnutrición, anemia o inclusive la muerte por estar expuestas a jornadas interminables de trabajo, sustancias peligrosas, entornos violentos o por ser víctimas de abuso.
Además, el impacto del trabajo infantil sobre el bienestar emocional es desolador. El desamparo, la angustia, la soledad y la presión para cumplir con las exigencias laborales generan ansiedad, depresión y trastornos de estrés postraumático. En muchos casos las y los niños enfrentan abusos verbales, físicos o incluso sexuales, lo que destroza su autoestima y les marca profundamente de por vida.
El trabajo infantil vulnera de forma especialmente grave el derecho a la educación. Con frecuencia las y los niños deben abandonar la escuela, lo que restringe sus oportunidades de jugar, aprender y desarrollarse plenamente. Ello no solo les impide autodeterminar su destino, sino que reproduce ciclos de pobreza y marginación que mantienen a millones en el olvido.
Para hacer frente al trabajo infantil no basta con prohibirlo. Se requiere un esfuerzo estructural muy importante que construya igualdad, bienestar y derechos, pues la pobreza, la discriminación y la falta de oportunidades son el combustible de este fenómeno; muchas veces al abrigo de una sociedad indolente que prefiere voltear la cara. Por ello no es extraño que a nivel global los esfuerzos por abatir el trabajo infantil se hayan estancado tras dos décadas de progreso (Unicef y OIT, 2021).
En nuestro país, sin embargo, existen razones para la esperanza. En los últimos seis años se han adoptado medidas inéditas para erradicar la pobreza, garantizar educación universal y de calidad, y promover el trabajo bien remunerado. Como resultado, hoy tenemos una reducción histórica de la pobreza multidimensional, un crecimiento de más de 135% del salario mínimo y cifras récord en empleo formal.
En la administración de la presidenta Sheinbaum ese proyecto de justicia social se ha profundizado. Solo en este año tendrán acceso a una beca para estudiar más de 4 millones de niños y niñas de primaria, 5.6 millones de adolescentes de secundaria y 4 millones 224 mil estudiantes de preparatoria. Ello garantiza que aproximadamente 14 millones de niñas, niños y adolescentes puedan dedicarse a estudiar sin importar sus condiciones económicas o las de sus familias.
Lo anterior forma parte de una extensa red de programas sociales que ha puesto en marcha la Presidenta, y que contemplan garantizar el derecho a la vivienda, a la salud, a la alimentación y a la cultura, con la finalidad de disminuir la desigualdad y cimentar el bienestar en todos los sectores de la sociedad.
Aún falta mucho camino por andar, pero en México está en marcha un cambio de enfoque. Un proyecto de prosperidad compartida comprometido con los derechos de la infancia, para que ninguna niña, niño o adolescente pierda el derecho a soñar, a sonreír, a jugar en libertad y a crecer en plenitud.