Ernesto Zedillo ha vuelto. En una serie de textos recientes, acusa a los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum de destruir la democracia, instaurar una dictadura y levantar un Estado policial. Se dice obligado a hablar “por amor a México” y en defensa de la República. Lo que no dice es que habla también para defender su propio legado, ese que los hechos y la historia han desmentido. Porque si hoy algo está en crisis, no es la democracia mexicana: es la narrativa construida por quienes pretendieron monopolizar su sentido.
Resulta paradójico que Zedillo se erija como defensor de la democracia constitucional cuando fue él quien, de un plumazo, destituyó a la totalidad de los ministros de la Suprema Corte. Sin deliberación pública, sin participación ciudadana y sin legitimidad, reformó la Constitución y seleccionó a los nuevos integrantes del máximo tribunal. La sociedad no los eligió, evaluó ni discutió. Ese fue el acto fundacional de la Corte que hoy llama “independiente y profesional”. Difícil imaginar un origen más autoritario para una institución llamada a ser guardiana de la legalidad democrática.
La reaparición del ex presidente no es ningún misterio. A falta de voces con autoridad moral, la oposición ha tenido que resucitar a Zedillo: una figura del viejo PRI reciclada por el neoliberalismo tecnocrático. Un personaje que, con todo y su silencio de décadas, encarna el proyecto que la mayoría del pueblo mexicano ha rechazado elección tras elección: el de la supuesta transición democrática que terminó blindando privilegios, desmantelando derechos y profundizando la desigualdad.
La crítica de Zedillo a la reforma judicial impulsada por el gobierno actual no provienede una preocupación genuina por los derechos ni por la independencia judicial. Es la defensa de un orden institucional que le resulta cómodo porque lo diseñó a su medida. Un orden que permitió que el Poder Judicial operara como un muro de contención contra cualquier proyecto que pretendiera alterar el equilibrio de las élites. Hoy, ese muro se ha abierto al escrutinio democrático, y por eso quienes se beneficiaron de él alzan la voz.
Zedillo insiste en que la democracia mexicana ha muerto. Lo dice desde un cómodo podio internacional, con aires de autoridad moral, como si no hubiera sido presidente de un país donde la justicia era inaccesible, la pobreza extrema, y los derechos sociales, simples mercancías. Defiende a un Poder Judicial “profesional e independiente” que solo existe en su imaginación y en la narrativa que le conviene sostener. Lo cierto es que el entramado institucional que hoy añora, y que él impuso no trajo justicia para el pueblo; trajo blindaje institucional para un modelo económico que excluyó a millones.
El problema de fondo no es que Zedillo opine. El problema es que pretenda dictar lecciones de democracia sin hacerse cargo del régimen que construyó. Porque la diferencia entre su proyecto y el actual no es solo ideológica, sino moral. Mientras él gobernó desde la lógica del ajuste y la tecnocracia, hoy se gobierna desde la voluntad popular y la inclusión social. Mientras él entendía la estabilidad como control del pueblo, hoy se entiende como dignidad garantizada para todas las personas.
La crítica de Zedillo también es muestra de una disputa más amplia entre visiones de país. Una visión que concibe la democracia como un pacto entre élites cobijado por lenguaje técnico, y otra que la entiende como la expresión soberana del pueblo para transformar su realidad. La primera se expresa con nostalgia. La segunda, con esperanza.
Hoy, la democracia mexicana no ha perdido el rumbo. Al contrario: se consolida, se expande y se acerca a quienes históricamente fueron excluidos. No es perfecta, pero es más plural, más participativa y más diversa que antes. Es una democracia que ya no se define en los escritorios de los tecnócratas, sino en las calles, en las urnas y en las decisiones colectivas. Es natural que eso incomode a quienes alguna vez decidieron todo sin preguntarle nada a nadie.