Harina, agua, una pizca de sal y a mover las manos, la fórmula básica para la alimentación mediterránea en la época antigua; la panificación logró mantener con vida a un gran número de civilizaciones que se asentaron en torno al ya mencionado mar. Con el paso del tiempo, y los intercambios comerciales, se lograron adicionar desde especias hasta diversos tipos de harinas, obteniendo panes de coloración blanca, cafés y negros. Dentro de esta vorágine de nuevos alimentos y modos de prepararlos colocaremos, en un primer pilar, a un grupo casi desconocido: los etruscos.
Civilización asentada en la Toscana, ahora Florencia y muy cerca de Roma, Italia, los etruscos fueron reconocidos por la calidad de sus harinas y la innovación en sus técnicas agrícolas, aunque el crecimiento del Imperio Romano ocasionó que fueran absorbidos, allá por el siglo III a. C. En los años subsecuentes se tendría una consolidación de la alimentación con base en los ingredientes provenientes del norte de África, Medio Oriente y Asia, además de la adopción del cristianismo, en tiempos de Constantinopla, por lo que los códigos de alimentación se basarían en la moderación de los placeres en la mesa y la purificación del alma a través del ayuno.
No sería sino hasta el siglo XVI que del “Nuevo Mundo”, llegaría una oleada de nuevos ingredientes, semillas, frutas y verduras, pero que por la desconfianza serían destinadas para alimentar a bestias de trabajo, animales de corral, etcétera. Más tarde, y bajo las distintas sequías, se comenzó a introducir estos nuevos alimentos entre los pobres, tomando fuerza un frutillo rojo verdoso, el jitomate, muy bien recibido por aquellos herederos etruscos.
Dando un salto cuántico, la comida italiana se fue surtiendo con la llegada de comerciantes o viajeros, donde harina, huevo, cárnicos, vinos, jitomate y especias se ubicaron como eje vertebral de su mesa. Hoy en día, el símbolo mundial de la comida italiana, la pizza napolitana, es reconocida a través de los arquitectos de esta receta, los pizzeros napolitanos, quienes desde el siglo XVIII ya agasajaban a los paseantes con sus preparaciones. La pizza nace como un alimento popular, tomando en cuenta que el uso del jitomate estaba destinado para la alimentación de las clases bajas, y por el simple hecho de provenir de tierras ajenas.
Conforme a la época, y a manera de introducirse entre los estratos altos, se les otorgaba el nombre de algún personaje reconocido, como fue el caso de la pizza Margarita, bautizada en honor a la primera reina de Italia, Margarita de Saboya, por parte de Don Rafaele a finales de 1800. Hoy recordamos el nombramiento, por parte de la UNESCO en 2017, a la pizzaioli como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Ocho años se dicen muy fácil para un alimento que dio la vuelta al mundo y, a su paso, se enriqueció sobremanera.