El antojo es canijo. Basta que le entre a uno la tentación de cierta comida o de alguna opción que deleite el paladar, para que todo baile las calmadas. Más si se es tragaldabas. Por eso el negocio de la papeada es garantía, por clientes que le entran con pasión al asunto.
En una de las escenas de la película Mecánica nacional, Doña Lolita, el personaje de Sara García, se queja de un pasón alimentario que se acaba de recetar. Al son de “Quién sabe qué comí que se me ‘trastopijó’ el estómago”, se queja con enjundia mientras una de las actrices que le acompaña en su dolor le responde: “¡No es el qué, sino el cuánto!”.
Esa es justo la cuestión. En un país proclive a la obesidad, los negocios dedicados al pipirín, en particular los que se nutren, qué ironía, de ingredientes plenos en grasas y carbohidratos, prosperan porque es lo que más busca la gente (y también lo más barato). Y porque el límite lo suelen poner otras consideraciones como el tiempo o la accesibilidad, todo menos el sentido común que indique cuándo dejar de mover los bigotes.
Eduardo Galeano observaba dos clases de personas en el mundo, a partir del acceso a los alimentos. Gente que muere de hambre y gente que muere de indigestión. Desafortunadamente, para el caso de los segundos, la proliferación de tenderetes con ofertas irresistibles hace asequible la práctica de la gula, más como acto de recreación que como pecado capital (y viceversa).
En YouTube un ser llamado Ale Minero se precia de ir de lugar en lugar intentando retos culinarios que requieren amplitud estomacal. La tentación de medir el alcance de la voracidad es grande y de seguir el ejemplo atractiva. En Travel Channel, el conductor del programa Man vs food también pone a prueba su temple para echarle fruta a la piñata y no sucumbir en el intento.
Michael Pollan, autor de El dilema del omnívoro, sostiene que el problema del ser humano, como el de ratas, osos, cerdos y otros animales que comen casi cualquier cosa, es la variedad disponible, pero que, a diferencia de los seres irracionales, el hombre tiene la capacidad de discernir y en ello estriba la elección de viandas que le nutran y no le acaben matando de forma gradual.
Y el riesgo de los chiringuitos con menús decadentes, bufets estrafalarios y demás alternativas hipercalóricas, es que se vuelven una atractiva tentación que hace próxima la muerte lenta, más por la cantidad que por el qué. Desde luego, el bolsillo y el instinto de supervivencia impiden que la frecuencia de ese tipo de comilonas le dé en la torre a la vida. Ello y los nutriólogos, que insisten en no privarse, pero tampoco excederse.