Pocas cosas definen tanto y tan bien el carácter de alguna persona, género o sector de la población como las manías, los hábitos y las costumbres. Dentro de ellos el sentido que pueda llegar a tener un objeto ilustra de forma contundente quien lo posee.
En este tenor, los utensilios de cocina representan un efecto muy enraizado en la cultura, cosa que sucede de forma particular con la mexicana. Y en ella una madre comprende como nadie lo que representan las cosas que pueblan sus alacenas.
En “Las cucharas de la tribu”, Juan Luis Suárez Granda hace un recuento de la evolución de los tiliches que los seres humanos han empleado para transformar los insumos en comida, servir los alimentos y llevárselos a la boca.
Pero el autor del texto no señala el dilema que podría representar la ausencia de semejantes herramientas en la posmodernidad, misma que ha llevado al traste (de suyo algo irónico) a una de las marcas cuya labor reside en la contención del pipirín en el mundo occidental.
Con la noticia de que Tupperware se ha declarado en quiebra en Estados Unidos, muchas conciencias domésticas han visto alterada su calma ante el futuro que puedan tener los trastos en la cocina, no obstante, la enorme oferta del mercado, así como el ingenio de los usuarios para aprovechar las alternativas.
Los más ingeniosos se han anticipado señalando a los botes de yogurt, crema y otros menesteres, como los culpables de la bancarrota, pues son sospechosos comunes que sustituyen eficazmente a los originales, e incluso desempeñan una función menos cara, lo que no los libra de caer en manos ajenas.
De esto saben bien las doñitas quienes han aprendido a atesorar como a la niña de sus ojos, los cacharros plásticos que valen su peso en oro, pues se trata de objetos de valor emocional incalculable, que refrendan la tozudez y el alma con que las amas de casa defienden su terruño.
Con todo, ya hay quien desde la mercadotecnia argumenta que fueron la búsqueda de calidad y la oferta de productos duraderos lo que acabó por tronar a la empresa. Paradójico que la lección provenga del carácter casi desechable de productos de menor valía, que orillan a la renovación de existencias tarde o temprano.
Para el anecdotario quedarán, además de la costumbre de llamar “toper” a cualquier contenedor de comestibles (con la esperanza implícita de que al prestarlo sea devuelto), los recuerdos de varias generaciones que crecieron con trebejos hechos a prueba de hecatombes y pandemias, pero no de demoliciones financieras.
Y será culpa de la empresa que, por las noches en las calles de las ciudades mexicanas, se vea deambular a mujeres desoladas, inconsolables, pegando el grito en el cielo al son de: “¡Ay, mis topers!”.