Hay imágenes que se quedan grabadas en la memoria y cuya fortaleza las vuelve inmunes al paso del tiempo. Así recuerdo la primera ocasión en que me enfilaba al Olímpico Universitario. Ver a lo lejos los muros del estadio fue uno de esos momentos significativos que más de dos décadas después sigo atesorando.
Después de aquella ocasión la sensibilidad se habituó a las postales ligadas a los Pumas, con domingos aciagos donde muy poco pasaba y ocasiones en las cuales se volvía a casa con el alma hecha trizas, aunque la voluntad supiera que el regreso era inminente.
Luego llegaron tiempos de triunfos en la grama de C.U. y de públicos atestando las tribunas, porque, como sostiene Jorge Valdano, no hay nada más eficaz que el talento. Y tampoco algo más atractivo para el marketing que la victoria.
Lo cierto es que en ningún caso disminuyó la pasión, hasta que las cosas cambiaron. Solía decir que me gustaba el fútbol, pero que había evolucionado. Y no dudo que así haya sido, pero también pienso que mucho tuvieron que ver las condiciones en que el balompié se gestaba para alejarme del estadio y de ese deporte.
Después de años de acudir a la cita dominical, puse tierra de por medio y sólo por excepción mis huesos recalaron en el Pedregal. Por suerte, el gusto por la esférica caprichosa volvió, aunque fuera desde la sana comodidad televisiva.
Pienso en todo esto luego de los recurrentes comentarios en medios digitales sobre los estadios mexicanos semivacíos, los cuales, a menos que se trate de partidos de alta convocatoria o que la oncena marche bien, suelen atestiguar la distancia que la hinchada ha decidido marcar con respecto a sus equipos.
Es cierto que hay excepciones. Me cuentan de clubes que suelen tener sus graderíos repletos gracias a la dinámica del abono, estrategia que por sí sola no surtiría efecto a menos que la fuerza identitaria sea sólida y, sobre todo, que se despliegue en el empastado un buen fútbol.
Sin embargo, esos casos son excepción y quizá los amantes balompédicos estén pasando factura a las escuadras por la ínfima calidad del producto que reciben, el encarecimiento de boletos, alimentos, souvenirs y demás, y la inseguridad que se respira en el entorno de los partidos.
Así, es muy probable que la gallina de los huevos de oro esté viendo sus últimos días y que tanto los conjuntos como la propia Selección Nacional terminen por hacer que clave el pico acabando con el modelo de negocio. El tiempo permitirá saber si la afición perdona a los implicados y a su producto o estos comprenden que el cliente que hoy da la espalda tiene razón, porque sostiene todo el numerito.