Dioses del averno

Estado de México /

Qué lejos quedaron aquellos tiempos en los que el remedio más eficaz contra todos los males del planeta se resumía en la frase: ¡Yo por eso mejor me voy a Yucatán! Ignoro la razón de semejante extravío de la misma, pero supongo que la gente que solía acudir a esa sentencia podría no tener pruebas, pero tampoco dudas al respecto.

A lo mejor porque estando tan lejos absolutamente de todo la zona podría antojarse como el paraíso donde nunca pasa nada, como no sea aquella méndiga rocota que acabó con tres cuartas partes de la vida en el planeta, algún polítiquillo de jueves (de esos que se pasan de miércoles) y uno que otro calor que sirve para asustar hasta al más bragado.

Pero haber vivido lo suficiente como para darse cuenta que en estos tiempos hay mejores sitios donde mirar pasar la vida, es como para replantearse cualquier idea sobre guardar la calma. No es un bálsamo estar en esa península cuando les caen tremendos huracanes y se disparan por doquier las ocurrencias de la raza, que ha puesto a prueba su capacidad para la superchería, el fanatismo y el pensamiento mágico pendejo.

Nada como una buena dosis de desestabilización masiva por la vía de los símbolos para saber de qué lado masca la iguana en asuntos mitológicos. Ahora resulta que la culpa de todas las demoliciones habidas y por haber en aquella región, el país y este mundo matraca es del tal Poseidón, y todo por la ocurrencia de la bola de impresentables que tuvieron a mal colocar una estatua suya en pleno Puerto Progreso.

Como podría anticiparlo cualquiera con dos dedos de frente la furia de Chaac, el dios local del agua y la lluvia, no se iba a hacer esperar, porque ya se sabe lo poderosos que son los celos, particularmente entre las deidades. Y todo por la batea de babas de rendir culto al dios griego de los mares. Semejante ocurrencia malinchista no podría sino traer desastres a esa geografía.

Leí hace algunos días un perro tuitazo de quien advertía la razón por la que el mentado meteorito había caído en su momento por allá, pugnando por la necesidad de que algo así volviera a ocurrir ante la supina ignorancia de considerar que dándole cuello a la estatua de Poseidón regresarán las aguas a su cauce. Una ayudadita del cosmos no vendría mal, sobre todo para enseñar a la perrada a amar a Dios en tierras mayas.

Aunque no se puede negar que resulta más fácil y cómodo dejar todo como estaba antes de meter las cuatro. Medidas simplonas, pero efectivas. Por eso entiendo las peroratas en redes sociales de quienes piden, con elocuente acento yuca, tono fresa y legítima preocupación, tantita cordura. Que les quiten a Poseidón de ahí y se dejen de sucustrupadas. ¡Mare!


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