El chiste del chiste

Edomex /

Lejos de inquietarme, da tranquilidad que mientras la mente revolotea buscando en palabras, imágenes, hechos y coyunturas, algún espacio por el que asome el humor, se cultiva un ejercicio creativo que más allá de propiciar la carcajada estimula la tatema. Siempre lo he dicho, soy un estupendo contador de malos chistes.

Leonard Cohen sostiene en su canción Anthem que hay una grieta en todas las cosas y es por donde entra la luz. Algo así ocurre con los desvaríos que produce lo cotidiano y desde los cuales se aventura una conciencia como la del fulano que esto escribe, al soltar por aquí y por allá alguna zarandaja con tintes de comicidad.

A veces pasa con buena fortuna, aprovechando el momento y haciendo lo necesario para reír. Otras veces sucede con tan poco arte que los gestos de reprobación no se hacen esperar. Hace unos días se conjugó la segunda de las situaciones con un lapidario desenlace.

Mi sobrina La Bitelyus, que acusa adolescencia, fue víctima de uno de mis chascarrillos y con implacable contundencia sostuvo: “iAy, Carli, tus chistes rancios!” Ignoro si mi comedia no se adapta a los estándares actuales, o si lejos de ser un conflicto generacional la manufactura de las gracejadas deja mucho que desear.

Me conviene creer que el mundo no está preparado para andanadas de esa naturaleza, que vivimos en una sociedad que se toma demasiado en serio las cosas, incluyendo propia la vida, y que, como en aquella canción de Presuntos Implicados, “no hay humor para estos casos, para estas cosas no hay humor”.

En los años de escolapio tuve un extraordinario profesor cuya labor docente era acompañada por una bien curada dosis de chistoretes, misma que prodigaba de forma generosa a la caterva de mozalbetes que le escuchábamos.

Su humor era de una finura que escapaba a la comprensión (y las competencias) de sus pupilos, que ya se habían dado a la tarea de confeccionar un chistómetro para evaluar la gracia narrativa, por lo general situada en el ámbito de los números rojos.

Luego de la reacción de mi sobrina y del recuerdo de aquella anécdota universitaria, la calma vuelve a mi espíritu y me hace comprender que quizá las ocurrencias no están pasadas de moda o de tueste, sino que hay públicos para todo y que para gustos hay colores.

Se dice por ahí que el camino es el destino y tal vez no tan en el fondo esa sea la lógica en la confección de alguna idea que juguetea por los rumbos de la sinrazón. El placer de escapar de lo ordinario, apelar a la salida inesperada y terminar dando con algo que desde el sentido común pudiera parecer una verdadera tontería.


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