El peso de la estrella

Edomex /

Ha pasado ya buen rato desde que se alborotó el gallinero en México con la llegada de la Guía Michelín. Con la herramienta del tiempo fungiendo como perspectiva, mucho se puede hilar al respecto. Y conseguir de esta forma situar a las cosas en su justa dimensión, con la mesura que, en su momento, la emergencia del tema, el ansia por treparse en la ola de moda o simplemente saciar la curiosidad sobre el tema impidieron a la gente gobernarse.

El fenómeno dejó entrever, además de la propensión humana a ser seducida con el artificio del entretenimiento y la novedad, que los reflectores y el estatus siguen siendo efectivos cuando se trata de hacer rentable un concepto. Particularmente si es todo menos merecedor de atención y dista mucho de procurar alguna suerte de caché en su consumo, por más que se pretenda documentar su valía y apelar a una distinción que pueda estar al alcance de todos los bolsillos.

Es peculiar cómo la democratización de espacios culinarios ha conseguido que el gran público acuda a satisfacer su apetito por lo notorio, al tiempo que el hambre se palia con algo que, quizá de otra forma, no habría conseguido tantos adeptos. Largas filas de parroquianos a la espera de zamparse un alimento cuya ordinariez cuestiona la legitimidad de la mentada publicación, otrora inventario de carreteras y sitios donde alojarse, y desde hace tiempo metamorfoseada en el santo grial de lo que merece ser probado.

Algo que incluso ya no precisa de la infalible táctica de apostar por ingredientes de primera calidad y técnicas tan depuradas como vanguardistas. O de los recursos engaña bobos cuyos eufemismos evocan la más alta de las cocinas, cuando en realidad son preparaciones caseras disfrazadas de palabras hiperlactantes (pollo estofado en salsa de jitomate y especias, aderezado con cebolla en emincé, sobre crujiente de maíz con crema ácida de rancho y chiffonade de lechugas selectas).

Para nadie es un secreto la eficacia mercadológica detrás de las estrellas, los puntajes o las recomendaciones de cocineros, sibaritas y demás expertos de la industria. Pero más allá de su presencia, cuando la eficacia ocurre merece distinción, con independencia de lo calificada que sea la dichosa guía. Y aunque es cierto que no hay mejor publicidad que la de boca en boca, lo es también que, habiendo mercado para todo, si vende lo poco venturoso, qué no puede ocurrir con aquello que merece hincarle el diente.

Y no hablo de tacos sobrevaluados y encarecidos en chiringuitos cutres o de pretenciosos tenderetes cuyos veinte minutos de fama durarán lo que al triste la alegría. Hablo de comida bien hecha, sabrosa y que en verdad vale lo que cuesta.


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