El escritor Alejandro Dumas hijo se preguntaba cómo es que siendo los niños tan inteligentes son tan estúpidos la mayor parte de los hombres, concluyendo que debía ser fruto de la educación. Después de más de siglo y medio la aseveración continúa vigente, en particular porque la formación de personas no ha sido lo eficiente que debería y porque existen muchas inercias que la problematizan.
Pienso en ello a partir de la fama que han adquirido los reality shows, esos conceptos que pretenden recrear la vida diaria mientras sus participantes funcionan como ratas de laboratorio dando material para el análisis, el morbo y la simpatía, redundando en extraordinarios números de audiencia. Para nadie es un secreto el atractivo de mirar la vida de otros, más cuando sus protagonistas ponen en predicamento la corrección política.
Lo paradójico del tema, además de la obviedad de que se trata de una ficción que mucha gente pasa por alto al subirse a la ola del fanatismo, pues terminan tragándose la narrativa expuesta, es que la fama a la que alude el título del bodrio es consecuencia del mismo, pues sus miembros acaban adquiriéndola al formar parte de los escándalos que ellos mismos generan.
Dicen algunos enterados que el asunto es más bien orgánico, que la lógica del programa poco responde a disposiciones de producción y que cuanto ocurre paredes adentro opera bajo una dinámica impredecible. Lo que equivale a creer que el reality funciona a la buena de Dios y que habiendo tanto en juego se deja el resultado en manos del azar, el destino o la madre que les parió. Nada más alejado de la verdad.
Quien tiene la sartén por el mango determina el curso de las cosas y los aspirantes a famosos no son sino marionetas rentándose para una farsa. Algo parecido a una telenovela o una comedia, con la diferencia de que la ficción de éstas no se adjetiva con la palabra real, algo que sí hace el show en cuestión que lleva semanas moviendo las masas.
Y dando de qué hablar en redes sociales, estrategia a la que apuesta la televisora para hacerse de un mercado que hace tiempo es indiferente de sus conceptos y que ahora, incluso sin ver el programa, se entera de las discusiones a partir de lo publicado en medios digitales, mientras se viralizan las controversias y fungen como herramienta para asegurar audiencia. Eso sí es orgánico, aunque a todas luces no opera sin intención.
Por eso insisto en la responsabilidad de la educación, porque de haber consolidado la formación de la personas en todos los niveles quizá seguiría siendo consumido el espectáculo, pero no como el ejercicio televisivo que maniata la voluntad, distorsiona lo real y atrofia la capacidad de entender causas y efectos, intereses e implicados.