La vida es demasiado corta para beber café malo. Con esa contundencia lo dijo un especialista en la materia, cuando fue a la cabina de radio. En su carácter de maestro tostador llevaba émbolo, molino portátil, termo, café en grano y algún otro utensilio para producir al aire una bebida decente. Luego de un proceso por demás sencillo sirvió el producto en una taza y remató con la frase: “¡así sabe un buen café!”.
Es por demás llamativa la enorme afición que se ha generado alrededor de la segunda bebida con más adeptos en el planeta, después del agua. De unos treinta años a la fecha la ingesta de café se ha visto acrecentada y con ello su consumo cultural. Desde expendios multinacionales hasta barras de especialidad, de turismo alusivo a máquinas domésticas, la dichosa beberecua se ha instalado indefectiblemente en la vida diaria.
Allá por mediados de los 90 ir a un café implicaba codearse con los sabios de la tribu, los veteranos que a punta de periódico y cigarrillos poblaban los contados sitios para dar un sorbo a la taza. No estaban de moda el latte o el macchiato y la chaviza brillaba por su ausencia. Y eran contados los imberbes que, ya fuera por ser almas viejas o ir en busca de un nuevo target pasional, se apersonaban en aquellos sitios.
Pero los tiempos cambiaron. La oferta y la demanda se han disparado y hay para todos los gustos, bolsillos, paladares y resistencias estomacales. El mercado ofrece alternativas que lo mismo potencian el sabor que disfrazan las artimañas. Y la inercia social ha llenado las mesas con gente de todas las edades. Esto ha traído consigo muchos y muy diversos conceptos, para bien y para no tanto.
Canta Serrat en La aristocracia del barrio que cada quien muere a su modo. Aun así, tengo mis reservas sobre los asiduos a cafetines cuya reputación se basa en experiencias. Esos que agregan el nombre del cliente en el vaso y retacan de crema batida, jarabes, leches extravagantes y demás artilugios sus bebidas. Y que cifran el costo de su producto en temas aspiracionales, más que en la calidad de lo que ofrecen.
Dicen mis amigochos sommelieres que el mejor vino es el que a uno le gusta. Tal consideración se podría aplicar a casi todo, incluido el café. Y aunque es verdad que la existencia es demasiado corta, no deja de ser curioso que sus mejores tragos suelan ser amargos. Ardientes, espumosos, expresos. Triples, de preferencia. Y sin cortar, desde luego.