Ídolos caídos

Edomex /

La fascinación por ver arder el mundo es una de esas experiencias difíciles de rechazar. Se sabe que basta un punto de vista impopular, una ocurrencia que trastoque la norma o una gracejada provocando alteridades para que la calma se atormente. Patear el avispero es todo menos aburrido y, como se pude advertir con singular frecuencia, el deporte de moda en redes sociales.

Recién me encontré con un tuit, de esos que se ilustran con una escena de la película Enredados, en la que un hombre es apuntado con decenas de espadas mientras mantiene singular calma. La imagen suele servir como recurso para invitar al respetable a abonar al tema “Di una opinión que resulte impopular” o a alguna variante que genere comentarios poco gratos para la gran masa.

La publicación de marras cuestionaba: “¿Qué personaje histórico, popular o ícono os gustaba mucho y os ha acabado decepcionando?”. ¡Joder, tío!, dije en voz alta, ¡esto va a molar mogollón! Y que me chuto las decenas de apuntes al respecto. Que si Dalí o Picasso; Neruda, Freud y hasta el Dalai Lama; El Che, Woody Allen, Michael Jackson y Steve Jobs.

Una lista interminable de sospechosos comunes que, bajo la bandera de las virtudes públicas y los vicios privados, fueron descubiertos por gente sorprendida de que se tratara de seres de carne y hueso, con filias y fobias como todo el mundo. Pero como resultaron tener cola digna de ser pisada, cayeron de su altar mayor de deidades paganas. ¡Mis vidooos!

Es curiosa la afición de la raza por encumbrar a seres ordinarios, cuya capacidad para trascender reside en el desarrollo de una habilidad llevada a la excelencia. Y después despreciarlos gracias al poder de las biografías que, abonando en la comprensión del humano en cuestión, desmitifican efigies y promueven además la facilona labor de mirar el pasado con ojos de presente, desde cuya lógica todo tiempo previo fue peor.

Esa labor de análisis nada crítico lleva a considerar que la existencia de un artista tiene que estar a la altura de su trabajo. Lo que equivale a esperar que un conductor de televisión deba ser bueno por la calidez de su trato o, en el colmo, que alguien con rostro atractivo deba ser forzosamente grato. Y aunque una cosa es menester de la congruencia entre vida y obra y otra de la genética, resultan igual de ociosas.

Y también absurdas por donde se les vea, acentuadas con la negación de los seres humanos a mirar a través de una escala de grises. Y funciona a la inversa, creer que por ser bueno en algo se debe ser en todo, es como esperar que un ente en cuestión siendo miserable carezca de cualquier dejo de humanidad o singularidad. Es el ocaso posmoderno de los ídolos y una buena razón para dudar de las sacralidades.


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