Decía el coronel que no tenía quién le escribiera que no usaba sombrero para no quitárselo ante nadie. Su argumento es de una contundencia irrebatible, aunque pierde de vista, quizá por su carácter olvidable, por lo agrio del temple o por simple terquedad, que hay ocasiones en que merece la pena no sólo usarlo, sino hacer lo propio ante quien lo merezca.
Escribo esta líneas enfundado en una boina estilo Bilbao, de esas que evocan a la Iberia estereotipable y a la también vilipendiada por las conciencias woke, que insisten en repudiar lo baturro en tanto no se ofrezcan sentidas disculpas por la Conquista. Escribo con el gusto de un tema españolísimo y dispuesto a quitarme el tocado.
Serrat está inconforme y a disgusto con el mundo y el tiempo que le tocó vivir recientemente. “Vivimos un tiempo contaminado, hostil, insolidario donde los valores democráticos y morales han sido sustituidos por la avidez del mercado y donde todo tiene un precio”, sentencia el natural del Poble Sec, quien anhelaba hace mucho en su canción Seria fantàstic “que todo fuera como está mandado y que no mande nadie”.
En catalán y luego en “buen Castilla”, sostenía lo fantástico de que no perdieran siempre los mismos, que la fuerza no fuera la razón y que todos resultáramos hijos de Dios. Desde luego el cancionero de Joan Manuel se nutre de otras voces que le cantan a la libertad, la justicia y la humanidad, y ese es el motivo de su homenaje. Joan Manuel ha sido galardonado con el Premio Princesa de Asturias y la ocasión no pudo ser más justa.
Hace años, cuando Leonard Cohen recibió la mayor condecoración del gobierno español en materia cultural, la escritora Sara Sefchovich publicó un artículo en la Revista de la Universidad de México titulado “Un príncipe para el sacerdote”. En él refería la vocación monacal del canadiense y el legado que desde la literatura y, sobre todo, desde la música se había prodigado gracias al talento del que fuera, además de cantautor, monje budista.
En tiempos en los que hace falta llamarle a la cosas por su nombre, como sugiere Serrat, se vuelve imprescindible el intento por no ser ajenos a una realidad cruenta y deshumanizante. De ahí la importancia de quienes alzan la voz para reconocer (con el sombrero fuera de su sitio) a esos fulanos que, a juicio de Sabina, tendrían que estar prohibidos.
El primo de todos, Joaquín dixit, alquimista curandero de heridas a punta de canciones, cuyo corazón tiembla en la garganta al cantar y que es loco hidalgo sin temor a gigantes o a molinos. Como el Flaco de Úbeda, yo de joven también quisiera ser como es mi primo Joan Manuel. El Nano, ese que antes que nada es partidario de vivir.