A principios del siglo XX, Marie Curie descubrió el radio, un elemento químico cuyo brillo despertó fascinación. Se incorporó en cosméticos, juguetes y objetos de uso cotidiano. Nadie preguntó por sus efectos. El tiempo respondió con rapidez y crudeza: enfermedad y muerte.
Hoy, el nuevo fulgor no proviene de un laboratorio, sino de la pantalla del teléfono móvil. No quema la piel, pero erosiona la atención, la salud mental y la forma de relacionarnos. Adoptamos esta tecnología con el mismo entusiasmo acrítico con el que, hace un siglo, se normalizó la radioactividad.
El mundo empieza a reaccionar. Australia decidió prohibir las redes sociales a menores de 16 años, una medida que reavivó el debate sobre la libertad individual y la intervención del Estado. Pero la discusión ya se desplazó: no se trata solo del derecho a usar dispositivos, sino del costo colectivo de no regularlos.
No es un caso aislado: 79 países han establecido algún tipo de restricción al uso de teléfonos móviles, sobre todo en contextos educativos (UNESCO). No es una cruzada tecnófoba. Es el reconocimiento de que la innovación, cuando se desentiende de sus efectos sociales, deja de ser neutral.
La evidencia sobre salud mental es consistente: ansiedad, depresión, autolesiones. Pero el problema ya no se agota en el plano individual. Empieza a comprometer la convivencia, el debate público y la capacidad de procesar el desacuerdo.
Un estudio reciente muestra que la expansión del smartphone ha intensificado la polarización en sociedades altamente conectadas. Basta con que un 2% de actores radicalizados empuje el conflicto para que el sistema entero se desestabilice (PNAS). Revertirlo resulta casi imposible.
Por ello, la decisión australiana importa más allá de sus fronteras. No por la prohibición en sí, sino por el mensaje pedagógico. Como solía decir uno de mis profesores: a veces no hay que quitarle el antifaz a la gente, solo hay que hacerle una pequeña fisura para que sepa que lo tiene puesto. Australia no arrancó la máscara digital, la hizo evidente.
La innovación sin control público pierde legitimidad y termina volviéndose contra la sociedad que la adoptó sin cuestionamiento. Regular no es frenar el futuro; es asumir la responsabilidad de gobernarlo.